las alforjas
El traje y demás avíos del jinete son muy dignos de tener en cuenta. Lo que se debe procurar es pasar inadvertido entre la multitud o ser tomado por uno de nosotros, uno de la familia; para ello lo mejor será adoptar el traje que usan comúnmente los naturales del país cuando viajan a caballo, o valiéndose de cualquier otro medio de comunicación, entre los cuales no se cuentan los mails y diligencias anglofranceses. Los españoles de todas clases sociales, al trasponer las puertas de la ciudad, se visten como la gente del campo. Huyen deliberadamente de los trajes y costumbres de población, que sólo sirven para llamar la atención y exponerlos al ridículo o a las groserías de los campesinos, arrieros y demás gente que son dueños de los caminos, odian las novedades y se atienen a las maneras y modas de sus abuelos. El sombrero más propio es el calañés, que se parece mucho al que usan en Astley los bandidos: es de forma cónica y va ribeteado de terciopelo negro y adornado con borlas de seda, y resulta tan bien puesto en un cockney(1) como en un hacendado de Devonshire.
La chaqueta puede ser la universal zamarra, hecha de piel negra de oveja o de cabritilla, cuando pueda costearse; no se olvidará la faja, que es más útil de lo que puede suponerse, pues abriga los riñones y el vientre y preserva de los cólicos, tan generales en España, manteniendo un calor igual en el abdomen; así que ir bien envuelto, al modo de Homero, es tener ya ganada la mitad de la batalla para el que viaja por la Península.
La capa o la manta y las alforjas son absolutamente indispensables y se deben poner sujetas a la perilla de la silla; de este modo dan menos calor al caballo que si van colgando a los lados, y, además, estarán así más a mano para usarlas de repente, pues en este país de valles y montañas el jinete está constantemente expuesto a rápidas variaciones de tiempo, cuando Eolo y Febo se disputan su capa, como en las fábulas de Esopo, y las cataratas del cielo se desatan sobre él en cuanto al dios del fuego le parece que está suficientemente horneado. Nada más conveniente, oriental y clásico que las alforjas; constituyen el verdadero bagsman y han dado su nombre a nuestros viajeros a caballo. Son el Sarcinae de Catón el Censor, el Bulgae de Lucilio, que les compuso un epigrama:
«Cum bulga coeDat, dormít, lavat, omnis in una.
Spes hominis bulga hâc devineta est caetera vita»(2),
lo cual, en inglés, puede decirse, aludiendo a lo muy necesarias que son para el español moderno:
«A good roomy bag delighteth a Roman, he is never witbout this appendage a minute;
in bed, at the bath, at his meals, in short no man should fail to stow life, hope, and self away in it».
Los paisanos de Sancho Panza, cuando van de camino, hacen el mismo uso de sus alforjas (exceptuando el lavarse) que los romanos; constantemente las llevan encima, encerrando en ellas su corazón, al mismo tiempo que el pan y el queso.
Estas alforjas españolas son, por el nombre y el aspecto, el árabe al horeh (la f y la h, como la b y la v, y la x y la j, son casi equivalentes y se usan indistintamente en la cacografía española). Generalmente son de algodón y estambre y tienen bordados en colorines caprichosos dibujos; lo más elegante es que lleven en una de sus orillas el nombre del propietario, el cual debe estar bordado por la delicada mano de su adorada dama. Las fabricadas en Granada son muy buenas; las morunas, especialmente las procedentes de Marruecos, van adornadas con una porción de borlitas. Cuando los campesinos bajan de sus cabalgaduras al entrar en los pueblos, y los monjes mendicantes cuando van pidiendo limosna para sus conventos, se echan las alforjas al hombro.
(1) Especie de chulo londinense.
(2) Cena, duerme, se lava, todo en una pieza, con las alforjas. Querría meter en ella la vida toda.
Una de las cosas que para todo el mundo es conveniente llevar en la alforja del lado derecho, para alcanzarla con más facilidad, es un par de anteojos azules o antiparras, pues la oftalmía es muy común en España, y especialmente en las llanuras calcinadas del centro; no hay nada de verdura que amortigüe el resplandor constante; el aire es seco y las nubes de polvo son irritantes en extremo, pues van cargadas de nitro.
Un remedio muy eficaz contra esta afección es lavarse frecuentemente los ojos con agua caliente y no tocárselos en absoluto cuando se tenga la menor inflamación, como no sea con el codo: los ojos, con los codos. Los españoles nunca bromean con sus ojos o con su religión; en muchos casos parecen más aficionados a los primeros, no ya cuando brillan bajo las cejas arqueadas de una morena, sino sencillamente cuando están colocados en su propia cabeza. «Te quiero más que a mis ojos» es una expresión vulgar de afecto; y aun en los casos en que le tiene más rabia al más odiado enemigo, jamás le desea nada malo para sus órganos visuales.
Todo el arte de las alforjas consiste en colocar en ellas lo que se necesita con más frecuencia y en el sitio más propio y asequible. Se debe llevar, pues, en ellas dinero suelto para el lisiado y el ciego y los mil casos de miseria y dolor humanos que el viajero ha de contemplar necesariamente en un país donde, suprimida la sopa conventual, aun están sin nombrar los empleados que deben aplicar la nueva ley contra la mendicidad; esta caridad de la bolsa de Dios nunca empobrece la bolsa del hombre, y el hombre caritativo, aun cuando esté muy en oposición con los economistas modernos, es siempre alabado en ese libro pasado de moda que se llama la Biblia. El lado izquierdo de las alforjas debe reservarse para los estuches de escribir y de aseo, que, cuanto más pequeños sean, tanto mejor.
No hay que descuidar el pasto espiritual. La biblioteca del viajero, al igual que los compañeros de viaje, debe ser escogida y buena: libros y amigos, pocos y buenos. Las ediciones en dozavo son las mejores, pues un libro pesado mata al caballo, al jinete y al lector. Los libros son cuesti6n de gusto: unos prefieren a Bacon, otros, a Pickwick; a todo evento debe incluirse una edición de bolsillo de la Biblia, de Shakespeare y del Quijote; y de creer que debe seguirse el consejo del bueno del doctor Johnson, uno de aquellos libros que pueden ser llevados en la mano y leerse al lado del fuego. Marcial, una gran autoridad en materia de Manuales españoles, recomendaba «libros de este tamaño como compañeros de un largo viaje».
En cuarto y los infolio, decía, se deben dejar en casa en los estantes:
«Scrinia da magnia, ne manus una capit»(1),
También se guardará en ellas el pasaporte, esta molestia y azote de los viajes continentales, a la que un libre británico no puede nunca acostumbrarse; sin embargo, prescindir de él, a lo que un inglés siempre está propicio, entrégase a la peor y más impertinente gentuza de la tierra. Los pasaportes en España, en cierto modo, substituyen ahora a la Inquisición y están, además, empeorados por formas vejatorias copiadas de la burocrática Francia.
(1) Deja en la biblioteca los infolios; yo quepo entero en una mano.
Aparejado todo de esta manera, en el arzón de la silla debe siempre añadirse una bota y la pistola de bolsillo de Hudibrás. Y digamos una palabra de esta bota, que es tan necesaria para el jinete como la silla para el caballo. Este utensilio tan asiático y tan español sirve de botella y de vaso al mismo tiempo a los peninsulares que van de camino, y no se parece en nada a los cacharros de vidrio o de peltre que se usan en Inglaterra. Tan fácilmente iría una española a la iglesia sin su abanico, como un español a la feria sin su navaja, como se pondría en camino un viajero sin su bota. La nuestra, la fiel confortadora de muchos caminos secos, compañera de largas jornadas, hoy reliquia de un pasado feliz, está colgada, como un ex voto al Baco ibero, al modo como los marineros de Horacio colgaban sus vestiduras húmedas en ofrenda a la deidad que les librara de los peligros del mar. Su piel, arrugada ahora por la edad y añorando infructuosamente el vino, conserva aún la fragancia del líquido rubí, sea el generoso Valdepeñas o el rico vino deToro, y refresca nuestro olfato si por casualidad nos acercamos a su boca, teñida de rojo.
El rancio perfume del vino perdura en ella, haciéndonos la boca agua y quizá trayéndola también a los ojos. ¡Qué ensueño de aromas españoles, buenos, malos e indiferentes, despierta en nosotros nuestra amiga la borracha! ¡Qué recuerdos se amontonan, despidiendo el balsámico aroma del mediodía: de las olorosas llanuras y los montes cubiertos de tomillo, en donde Flora llama a sus pequeñas amigas las abejas; de las iglesias nubladas de incienso; de las cabras y los frailes, barbudos y odoríferos; de las ciudades, cuyo vaho de ajo, ollas, aceite y tabaco se eleva al cielo, mezclado con las mil fragancias que percibe el olfato de un hombre, ya desembarque en Calais o en Cádiz!. Ahí está colgada nuestra aromática bota, ahora un grato recuerdo. Cumplió su tiempo, y ya nunca se verá henchida, en la ardiente y sedienta España, para vaciarla de nuevo, que es aún mejor.
Esta bota, de donde se derivan los términos butt de Jerez, bouteille y botella, es la vasija oriental de cuero más antigua a que se hace alusión en el libro de Job, cap. XXXII, v. 19: «Mi vientre está a punto de estallar, como las vasijas nuevas»; y en la parábola de San Mateo, cap. IX, v. 17: «Ni echan vino nuevo en odres viejos. De otra manera se rompen los odres, y se vierte el vino y se pierden los odres. Mas echan vino nuevo en odres nuevos, y así se conserva lo uno y lo otro». Esta parábola pierde gran parte de su sentido con nuestra palabra bottle (botella), que, siendo de vidrio, no se estropea con el tiempo como una vasija de cuero. Una «botella de agua» de esta clase fue una de las pocas cosas que Abrahán dio a Agar cuando echó a la madre de los árabes, cuyos descendientes introdujeron su uso en España. Tiene forma de una gran pera o de bolsa de perdigones, y su cabida varía entre media arroba y cinco cuartillos. La parte del cuello va provista de una especie de taza de madera, por donde se bebe.