Cosas de España

El país de lo imprevisto

Richard Ford (1830-1833) Grabados: Gustavo Doré

 

corridas de toros

Hace ya largo tiempo que nuestros honrados John Bulls sienten más predilección por sus homónimos españoles, que por los perpetrados por el Papa o los que hacen en la Verde Erin(1); ver una corrida de toros ha sido el enérgico objeto de la curiosidad ilustrada desde que nuestros viajeros han tomado y publicado dibujos españoles. Tan pronto como el príncipe Carlos I perdió su corazón en Madrid, su presunto suegro obsequió a él y a su hermosa adorada con uno de estos encantadores espectáculos; acontecimiento que sería para la posteridad de feliz recordación, pensaban los historiógrafos de entonces, ya que hubo en él gran carnicería de hombres y de animales; los anales de aquel suceso serán siempre las joyas de cualquier biblioteca taurómaca que aspire a ser completa.

Estos deportes, que recuerdan los sangrientos juegos del circo romano, sólo pueden verse ahora en España, donde el pasado alterna con el presente y a cada momento se tropieza con un hueso o una reliquia de antigüedad bíblica o romana. Omitiremos los detalles referentes a la semejanza estrechísima de estos combates con los de las edades clásicas, tanto en lo que se refiere a los espectadores como a los actores, por ser de mayor interés para el erudito que para la generalidad de los lectores, y los que tengan curiosidad por conocerlos los encontrarán en un artículo que publicamos hace algunos años en la Quarterly Review, núm. CXXIV. Y como la naturaleza humana no cambia, los hombres colocados en ciertas e idénticas circunstancias llegarán, sin previo conocimiento o comunicación, a casi iguales resultados; el elegante pasatiempo de alancear y matar toros públicamente y sin ayuda fue probablemente inventado por los moros, o más bien por los moros españoles, pues nada de esto fue nunca costumbre en África, ni ahora ni en tiempos pasados. El árabe musulmán, al ser transplantado a un país cristiano y europeo, se amoldó en muchas cosas a los usos y costumbres de las gentes con quienes convivía, así como introdujo ampliamente el elemento oriental que llevaba consigo, en sus vecinos godo-hispánicos. La mora Andalucía es aún el cuartel general del arte tauromáquico, y todo el que quiera conocer a fondo este arte, la ciencia española parexcellence, deberá comenzar estudiando en la escuela de Ronda para doctorarse, luego en la Universidad de Sevilla, el Bullford(2) de la Península.

Dicho sea de paso, nuestra expresión de lucha y pugilato bull-fight (pelea, lidia de toros) es una inadecuada y vulgar traducción del reputado título castellano Fiestas de Toros. Los dioses y diosas de

la antigüedad se conciliaban por el sacrificio de hecatombes: el mugido de las víctimas regalaba sus divinos oídos, la purpúrea sangre era muy agradable a sus ojos, y los asados solomillos engordaban a los sacerdotes, mientras el gran espectáculo y la muerte deleitaba a la hambrienta asamblea. En España, la Iglesia de Roma, cuidadosa siempre de sus intereses, dispuso, en servicio propio, una ceremonia á la vez provechosa y popular(3): consagró la carnicería aliándola al altar, beneficiándose de esta dócil asistenta para obtener fondos con que erigir conventos.

Aun en la última centuria se publicaron bulas papales en favor de las órdenes mendicantes autorizándolas a celebrar cierto número de Fiestas de Toros, siempre que las ganancias se dedicaran a las obras de su iglesia; y para aumentar la venta en las puertas, se concedían con las entradas, a manera de bonificación, indulgencias y la facultad de sacar ánimas del purgatorio, siendo el número de años proporcionado a los precios de los asientos para este espectáculo, santificado por sus piadosos fines. Del mismo modo, en la taurobolia de la antigüedad, se absolvía de sus pecados al que fuese rociado con sangre de toro. Los pastores protestantes, que, con mucha razón, temen y desconfían de las bulas papales, las reemplazan por bazares y tómbolas de caridad cuando la capilla de moda necesita un nuevo tejadito azul de pizarra. Además, aun cuando las corridas de toros no se den con un fin religioso, siempre benefician a la caridad: ellas constituyen la renta más saneada de los hospitales públicos, contribuyendo a un tiempo a sostenerlos y poblarlos, pues la circulación venosa del populacho sediento de sangre y abrasada bajo un sol de fuego, y la subsiguiente mezcla de sexos, abrir de botellas y navajas, ocasiona más muertes entre los caballeros y las señoras, del mundo español que entre las cornudas e hípícas víctimas del anfiteatro.

 

(1) Ford hace aquí un juego de palabras intraducible, con el nombre genérico John Bull, que se da a los ingleses, y con otros significados de la palabra bull: un toro; la bula pontificia; y un despropósito o retruécano, que en Inglaterra se suele mirar como de especial prerrogativa de loa irlandeses.

(2) Nuevo juego de palabras variando la primera sílaba (0x =buey) de la Universidad de Oxford: Bullford (bull toro).

(3) El gusto por la matanza de bueyes se conserva aún en Roma, donde la afición al oficio de carnicero, entre la gente ordinaria, y el traje blanco que usan los del oficio, es una reminiscencia del honroso oficio de matador en los sacrificios paganos. En España los carniceros son gente de baja extracción y ninguno podría probar «limpieza de sangre». Francisco I nunca olvidó el «Bocajo de Parigi» aplicado por Dante a su antepasado.

 

fiestas reales

Es una idea vulgar, y muy equivocada, que en España hay tantas corridas de toros como bandidos; es precisamente lo contrario, porque puede decirse que son consideradas como el placer estético más refinado; una cosa semejante a la Opera italiana en Inglaterra, y ambos son espectáculos bastante caros; bien es verdad que, entre nosotros, sólo la crema del mundo patrocina a los artistas de Haymarket, y en España, por el contrario, todos, grandes y pequeños, altos y bajos, gozan con las corridas de toros. Cada una de éstas cuesta de 5.000 a 7.500 pesetas,y aun más cuando se dan fuera de Andalucía o Madrid, que son los sitios que pueden permitirse pagar una cuadrilla permanente; en otras poblaciones, los toreros y los toros tienen que ir por expresos y desde largas distancias. Por esta causa las corridas ocurren, como las apariciones celestiales, pocas veces y muy separadas; se reservan para las fiestas principales del trono y del altar, para la verdadera devoción de los fieles en los días de los santos patronos y de la Virgen, y también en los acontecimientos de la Corte, como bodas de los reyes, coronación, etc., etc. En este caso se llaman Fiestas reales, quitándoseles el carácter religioso, aunque dándoles mayor importancia y aparato. El espectáculo es realmente de gran pompa, etiqueta y magnificencia, y ha reemplazado a los Autos de fe, ofreciendo a la más católica reina y a sus súbditos las más grandes ocasiones de sentirse enajenados que el limitado poder de goce que tienen los mortales puede permitirse en este mundo, lleno de zozobras y pesadumbres.

Estas Fiestas reales sólo se celebran en Madrid, y en ellas se conservan las antiguas costumbres españolas y árabes de que tan espléndidas descripciones se encuentran en los romances. La plaza principal de la capital, convertida en plaza, es el sitio elegido para el espectáculo. Las ventanas de las altas y curiosas casas se utilizan como palcos, y aparecen adornadas con damascos y terciopelos. La familia real ocupa, bajo un dosel, uno de los balcones de la casa del centro. Allí vimos a Fernando VII presidiendo en la corrida celebrada con motivo del juramento de fidelidad de las Cortes a su hija(1). Allí estaba, sentado en el mismo sitio en que se había sentado Carlos I dos siglos antes, custodiado por el mismo cuerpo de alabarderos y presenciando el mismo espectáculo. En estas fiestas reales, los toros son rejoneados por caballeros de la nobleza, vestidos y armados a la antigua buena usanza española, como acostumbraban antes de que la fatal ascensión de los Borbones aboliese el traje, las costumbres y la nacionalidad de Castilla. Estos caballeros, vestidos a la moda de los Felipes, y montados en briosos corceles árabes, los mejores de su raza, atacan al fiero animal con una lanza corta, el arma tradicional de los iberos. Los que toman parte en el combate, han de ser hidalgos de nacimiento y tener cada uno por padrino un grande de España de primera clase, que pasa ante el rey en un espléndido carruaje de seis caballos y va escoltado por grupos de lacayos vestidos de griegos, romanos, moros, o de manera fantástica. No es fácil conseguir estos caballeros en plaza, que están expuestos a serios peligros, aun cuando hay toreros de oficio que les auxilian y cubren su retirada.

 

(1) El 20 de junio de 1833, Isabel, princesa de Asturias, que aun no contaba tres años, recibió el juramento de fidelidad de las Cortes. Con este motivo se dieron en Madrid espléndidas fiestas.

 

 

caballeros en plaza

En 1833, una hermosa dama dió el nombre de su marido y dueño sin previo consentimiento de éste, como caballero en plaza, y al procurarle esta agradable sorpresa, cuentan que, para explicar su conducta, decía: «O matan a mi marido, y en ese caso me casaré de nuevo, o saldrá ileso y le concederán una pensión», Pero parece ser que le salieron fallidos estos admirables cálculos; ¡tal es la instabilidad de las cosas humanas! El terror de este infortunado héroe malgrélui, al que se había impuesto esta caballeresca misión, al verse expuesto a los cuernos del toro y del dilema por obra y gracia de su cara mitad, era altamente ridículo. Si hubieran sido otros cuernos, pase, ¡pero éstos! Fue herido al primer ataque, sobrevivió, pero no consiguió pensión alguna, pues a poco murió Fernando y son pocas las pensiones que se pagan en la Península desde que ha sido dotada de Constitución, Libertad y Gobierno representativo.

 

una dama torera

Recordamos ahora otra anécdota en la que también figura una dama, que seguramente será del agrado de nuestras bellas lectoras. La tomamos de una auténtica crónica antigua: «No dejaré de mencionar lo que ocurrió en presencia de Carlos I, de feliz memoria, que, siendo príncipe de Gales, se encaminó a la Corte de España, ya fuese para casarse con la Infanta, o con otro objeto que yo no puedo determinar. El caso es que las comedias, juegos y fiestas (entre las que figuraban las de toros en Madrid) que en su honor se organizaron, fueron lo más decorosas y magníficas posible para el más soberbio y majestuoso entretenimiento de tan espléndido príncipe. En una de ellas, después de haber matado tres toros, y saliendo el cuarto, aparecieron cuatro caballeros ataviados espléndidamente; a poco, una garrida dama, suntuosamente vestida, acompañada de personas de calidad y de tres o cuatro pajes, salió a la plaza y la recorrió a pie. Quedaron atónitos los espectadores, de que una persona del sexo débil se arrogase la inaudita intrepidez de exponerse a las furias del animal más fiero que puede verse, y que ya había vencido y medio matado a dos hombres forzudos, de gran valor y destreza. Incontinenti el toro se dirigió al rincón en que la dama y sus acompañantes se habían detenido: ella (después que los demás huyeron) sacó impasiblemente su daga, y agarrando al toro por un cuerno se la clavó muy diestramente en el morrillo, no necesitando más para realizar a la perfección su designio; después de lo cual, volviéndose hacia el balcón del Rey, le rindió pleitesía y se retiró grave y solemnemente».

En la jura de 1833 se mataron noventa y nueve toros: con uno más, la hecatombe hubiera sido completa. Esta carnicería al por mayor se ha repetido este año con motivo del casamiento de la misma inocente Isabel I, que no parece sino que los faustos sucesos de su vida son sentencias de muerte para los cuadrúpedos. Los toros en España representan el mismo papel que los banquetes de coronación en Inglaterra. En aquel hambriento y ascético país los toros se matan, pero no se comen, hecho singular que no escapó al sabio ]ustino en sus observaciones sobre las antibanqueteadoras coronadas testas de la vieja Iberia.

Estas típicas corridas de toros antiguas eran por extremo peligrosas y mortíferas; pero como el valor era considerado cosa de honra, no faltaban nunca caballeros que expusieran la vida en presencia de las crueles damas de sus pensamientos. Matar al monstruo de no ser muerto por él, ha sido, desde antes de Hudibras, el camino más seguro para conseguir el amor de las mujeres, que admiran más precisamente aquellas cualidades de que ellas carecen:

«The ladies'hearts began to melt, Subdued by blows their lovers felt;

So Spanish heroes, with their lances, At once wound buls and ladies'fancies»(1)

La expulsión de los moros y la consiguiente disminución de los hábitos caballerescos, hizo que estos torneos cayeran en desuso.


(1)El corazón de las mujeres empezaba a ablandarse, subyugado por los golpes que sus amadores recibían. y así los héroes españoles, con sus lanzas, hieren a un tiempo al toro y la imaginación de las mujeres.