Cosas de España

El país de lo imprevisto

Richard Ford (1830-1833) Grabados: Gustavo Doré

 

toros eapañoles

Digamos de paso que la correcta palabra castellana para nombrar los cuernos del toro es astas, del latín hastas, lanzas. La palabra cuernos no se debe usar nunca entre la buena sociedad española, porque su significación figurada puede implicar grave ofensa a los presentes: las alusiones a las calamidades comunes no se deben hacer nunca ante oídos bien educados: en cambio, entre gente vulgar es lo más corriente nombrar las cosas por sus impropios nombres y hasta gritarlos, como en tiempo de Horacio: Magna compellens voce cucullum.

No todos los toros sirven para la plaza y sólo se escogen los más fieros, a los que se prueba varias veces desde que son muy jóvenes; los mejores son los de Utrera, cerca de Sevilla, y de los mismos prados donde aquel ganadero, el viejo Gerión, criaba aquellos bueyes maravillosos que a los cincuenta días reventaban de gordos y que fueron «retirados» por el invencible Hércules. El señor Cabrera, Gerión moderno, sintió tanta amistad, o tanto miedo, por José Bonaparte, que le ofreció cien toros como una hecatombe para alimentar a sus tropas, que, más valientes y hambrientas que Hércules, no hubieran vacilado en seguir el ejemplo del semidiós.

El toro manchego, pequeño, de mucho poder, y vivo, se considera como la raza española original: a ella pertenecía Mancheguito, el favorito del vizconde de Miranda, un noble taurómaco de Córdoba, que solía entrar en el comedor, pero un día mató a un huésped, y entonces lo mataron, a pesar de la insistencia del vizconde, que tuvo que rendirse ante las Órdenes terminantes del príncipe de la Paz.

A Madrid suelen llevarse los toros criados en la vega del Jarama, cerca de Aranjuez, que son célebres, de tiempo inmemorial. De aquí salió aquel Harpado, el magnífico bruto de la magnífica balada mora de Gazul, que indudablemente fue escrita por un torero experto y en el mismo lugar; los versos brillan de luz y de color local como un Velázquez, y son tan minuciosamente exactos como un Paul Potter, mientras que la «corrida de toros» de Byron es la invención de un poeta extranjero y está llena de pequeñas inexactitudes.

El encierro, o sea la conducción de los toros a la plaza, es una faena peligrosa: van rodeados de bueyes mansos por un camino especial, resguardado por los dos lados y conducidos a toda velocidad por vaqueros expertos armados de pica. Es un espectáculo excitante, original y pintoresco, y los pobres que no pueden permitirse el lujo de asistir a la corrida, arriesgan sus vidas y sus capas para tener los primeros lugares y el albur de un achuchón en passant.

 

una bacanal

A la tarde siguiente la multitud acude en tropel a la plaza de toros. No hay que preguntar por el camino: basta con lanzarse a la corriente, que en estas cosas le arrastrará seguidamente consigo. No hay nada que pueda compararse a la alegría y brillantez del público español que va ansioso y engalanado a la corrida. No se moverían más de prisa si fuesen corriendo de algún peligro. Las calles y los alrededores de la plaza aparecen llenos de gente, ofreciendo al extranjero ese espectáculo, pues la verdadera España se ve y se estudia mejor en las calles que en los salones. Ahora, al viajero inglés no puede caberle duda de que se encuentra fuera de su casa y en un nuevo mundo; alrededor de él todo es una perfecta bacanal; todas las clases están confundidas en una corriente de seres humanos, un cruel pensamiento inflama todos los corazones y un mismo corazón late en diez mil pechos; cualquier otro asunto está olvidado; el amante abandona a su amada si ella no quiere acompañarle; el médico y el abogado renuncian a sus enfermos, a sus escritos y a sus honorarios; la ciudad dormida se despierta, y todo es vida, ruido y movimiento, donde al día siguiente reinará calma y el silencio de la muerte; la inclinada línea de la calle de Alcalá, que a diario es ancha y triste, como la plaza de Portland, constituye en ese momento la aorta de Madrid, y resulta estrecha para la enorme circulación; va entonces llena de una masa densa, de abrigarrados colores, que culebrea como una pintada serpiente que va en busca de su presa.

¡Qué polvo y qué baraúnda! La alegre multitud lo es todo, y, como el coro griego, siempre está en escena. ¡Qué típicos los trajes de la gente del pueblo!, pues sus superiores sólo van a la moda del bulevar o del último figurín inglés. ¡Cuánta manola¡ ¡Cuánto amarillo y rojo! ¡Qué de flecos y volantes! ¡Qué enjambre de pintorescos vagabundos arremolinándose alrededor de las calesas, cuyos salvajes caleseros corren al lado de ellas dando latigazos, gritando y blasfemando! Esta clase de vehículos, de forma y de color napolitanos, están ¡ay! llamados a sacrificarse en aras de la civilización, para sustituirlos con el vulgar ómnibus y el coche de punto.

La plaza es el foco de un fuego que sólo con sangre puede extinguirse: lo que las reuniones públicas y los banquetes son para los ingleses, las revistas y las «razzias» para los galos, y la misa o la música para los italianos, es la absorbente corrida de toros para los españoles de todas clases, sexos y condiciones, pues su alegría es muy contagiosa; y, sin embargo, una espina asoma entre estas rosas; cuando el deslumbrante resplandor y el ardiente sol africano calcinan la tierra y los cielos, enardece a hombres y animales hasta la locura, una rabiosa sed de sangre asoma a los fulgurantes ojos y a la irritable y pronta navaja, y la pasión del árabe triunfa de la frialdad del godo. La excitación sería terrorífica, de no ir encauzada al placer; y no hay ciertamente sacrificio, aun el de la castidad, ni renuncia, aun la de la comida, que no se sientan dispuestos a hacer para encontrar dinero con que asistir a la corrida: es el lazo con que el diablo coge a muchas almas masculinas y femeninas.

 

 

su majestad el público

Los hombres van lujosamente vestidos con sus galas de majo; las señoras se ponen mantillas blancas de encaje, y cuando se sofocan, parecen, como decía el humorista andaluz Adriano, salchichas envueltas en papel blanco; todas lucen su abanico, que es tan necesario como lo fuera en tiempo de los romanos. Los venden a la puerta de la plaza por una bicoca, y está hecho de papel basto pegado a un mango de caña o de palo, y los morenos galanes los regalan como una delicada atención para el cutis de sus trigueñas queridas; mientras que las clases más modestas, especies de salamandras, soportan en esta ocasión el fuego mejor que en la guerra, y preferirían achicharrarse vivos a lo auto de fe que perder estas tórridas fiestas.

Las plazas, como los mataderos del continente, están situadas en las afueras de la población, tanto con objeto de disponer de más terreno, cuanto porque cuando se conduce a los toros por entre calles es muy fácil estropearlos, a semejanza de lo que ocurre en la City en los días de mercado, como no ignora el alcalde de Londres.

Las localidades ocupadas por la chusma se llenan más rápidamente que nuestras galerías de a peseta y los «dioses» que las ocupan son igualmente ruidosos e impacientes. La ansiedad de los inmortales quiere matar el tiempo y el espacio y hace felices a los aficionados. Ahora su majestad el público reina triunfante, y ésta es la única reunión pública, fuera de las de las iglesias, que se permite; pero aún aquí, como en el continente, brillan las odiosas bayonetas, y el piquete de soldados recuerda que las diversiones inocentes no son libres, y que los cobardes déspotas siempre temen traiciones y estratagemas, incluso en el momento en que no hay en todo el mundo sino la idea de divertirse. Todas las clases sociales se confunden en una masa humana homogéneé, su buen humor es contagioso; todos dejan en casa penas y preocupaciones, y entran con un corazón alegre y un propósito de divertirse que desafía las in quietudes; las pullas y los chistes, no de los más finos se cruzan de un lado para otro con elocuencia más enérgica que falta de adornos; se habla de las cosas y de las personas como para asustar a los perifrásticos gongoristas; hay una perfecta libertad de lenguaje, y todo se hace de un modo parlamentario, sin que nadie se sienta ofendido. Sólo están tristes los que no han entrado; los repudiados quedan fuera rechinando los dientes como las tristes sombras del otro lado de la Estigia, escuchando ansiosamente los alegres gritos de los tres veces bienaventurados que se encuentran dentro.

En Sevilla se reserva un escogido palco de sombra, a la derecha del de la presidencia, como sitio de honor para los canónigos de la Catedral, que asisten con traje talar; y se procura que los días de corrida sean aquellos en que no tienen ningún oficio importante que les impida asistir. El clero español ha sido siempre enemigo declarado del teatro, al que no asiste nunca; pero ni la crueldad ni el desenfreno de la plaza han despertado jamás el celo de los más elegidos o de los más fanáticos; por lo menos nuestros puritanos arremetieron contra las luchas de osos con perros, lo que indujo al caballero Hudibras a defenderlas; y nuestros metodistas denunciaron el acoso de toros con perros, que fue patrocinado por el honorable W. Windham, en el memorable debate de 24 de mayo de 1802 sobre Mr. Dog Dent. El clero español concede todo el debido respeto a los bulls tanto papales como cuadrúpedos, y no les gusta que se les hable de ese asunto, sobre el que generalmente contestan: Es costumbre; siempre se ha practicado así; son cosas de España; que son, en resumen, las respuestas que dan los españoles cuando una cosa es incomprensible para los extranjeros, y que ellos no pueden o no quieren explicar. En vano escribió San Isidoro un capítulo contra el anfiteatro; a su capítulo no le importa; en vano, Alfonso el Sabio prohibió que asistiera el clero a él. El sacrificio del toro ha figurado siempre en la religión romana antigua y en la española, antigua y moderna, en la cual se incluye entre las obras de caridad, puesto que contribuye a sostener a los enfermos y heridos; por esta razón todos los morenos paisanos de San Ignacio de Loyola se adhieren a la doctrina jesuítica de que el fin justifica los medios.