la moneda
El duro de España es muy conocido en todo el mundo por haber sido la forma en que se ha exportado generalmente la plata de las colonias españolas del sur de América. Es el italiano colonato, llamado así por que las armas de España descansan sobre las dos columnas de Hércules. La acuñación es descuidada: se atiende más al peso del metal que a la forma, pues los españoles, como los turcos, no son tan buenos obreros o mecánicos como devotos adoradores del oro. Fernando VII continuó algún tiempo acuñando monedas con la efigie de su padre, sin variar más que la inscripción; del mismo modo los Trajano del primer tiempo tienen la imagen de Nerón.
Cuando las Cortes entraron en Madrid, después de la victoria del duque en Salamanca, prohibieron patrióticamente la circulación de toda clase de moneda con el busto del intruso rey José. Sin embargo, los duros de esta época, como estaban hechos con la plata robada en las iglesias, dorada y sin dorar, valían más intrínsecamente que los legítimos; y esto fue una durísima prueba para aquellos cuyo único rey y dios es el dinero. Tal decreto era digno de los senadores que andaban más ocupados en borrar del diccionario los tropos franceses que en echar a las tropas francesas de su territorio. Los chinos, más avisados, toman igualmente las monedas de Fernando que las de José, llamando a las dos dinero de la «cabeza del diablo». Estos prejuicios injustificados contra las buenas monedas han desaparecido ante el progreso intelectual; y es más, las piezas de cinco francos con la inteligente efigie de Luis Felipe amenazan quitar el puesto a los columnarios. La plata de las minas de Murcia es exportada a Francia, donde se acuña y vuelve de esta forma. Por tal manera, Francia gana un bonito tanto por ciento, y acostumbra a la gente a la imagen de su poderío, que llega a ellos en el modo más agradable: en moneda acuñada.
En España el dinero, el delicioso dinero, gobierna la Corte, el campo, el bosque; de aquí el crédito extraordinario de tres millones exigido recientemente para los gastos secretos de las Tullerías, y el entusiasmo oficial y la unanimidad asegurada en el negocio de Montpensier. El decálogo en Madrid puede encerrarse en un mandamiento: amar a Dios, representado en la tierra, no por su vicario el Papa, sino por su lugarteniente Don Ducado.
«El primero es amar Don Dinero.
Dios es omnipotente; Don Dinero es su lugarteniente».
En consecuencia, los grandes y los empleados en España (tanto los gubernamentales como los que están en el papel) han preferido en estos días las piezas de cinco francos a las insignias de la Legión de Honor; y teniendo en cuenta los petardistas en cuyos pechos ha sido prostituida esta condecoración de Austerlitz, no andaban muy errados los cálculos de estos dignos castellanos, si es que hay alguna verdad en el catecismo de Falstaff.
El cuño de oro es magnífico y digno del país y del período de los que se proveyó en Europa de este precioso metal. La moneda mayor, la onza, vale diez y seis duros: unas tres libras y seis chelines; y al mismo tiempo que avergüenza al diminuto Napoleón de Francia y al soberano de Inglaterra, habla muy alto de la riqueza española de otros tiempos, y hace resaltar el contraste con la pobreza presente y la escasez de metálico. Pero estas grandes monedas están tan trabajadas, no por el sol, sino por los judíos, propios y extraños, y más esquiladas que las mulas españolas o los perros de agua franceses, de tal modo, que rara es la que tiene el peso debido. Por esta causa son miradas con desconfianza en todas partes. Los comerciantes de una gran ciudad sacan, como Shylock, los platillos de la balanza, mientras que en los pueblos, un encogimiento de hombros, unos ajos y expresiones negativas son el cambio que se ofrece. Muchas veces, aun cuando estén convencidos de que tienen el peso debido, no se avienen a dar por ella los diez y seis duros, ni tampoco quieren los que tienen tanto dinero a mano que la cosa se sepa. Los españoles, como los orientales, tienen miedo de que se crea que guardan dinero en casa; se exponen con ello a ser robados por ladrones de todas clases, profesionales o legales: por el alcalde, la mayor autoridad del pueblo, y el escribano, por no decir nada del recaudador del señor Mon, pues las contribuciones, muchas de las cuales se reparten entre los habitantes de cada distrito, cargan más sobre los que tienen o se supone que tienen más dinero.
Las clases humildes en España, como las orientales, son, por lo general, avaras. Ven que la riqueza procura seguridad y fuerza allí donde todo es venal; la falta de seguridad les hace ansiosos de invertir lo que tienen en una masa pequeña y de fácil ocultación, en lo que no habla. Por consiguiente, y en defensa propia, son muy aficionados a ahorrar. La idea de hallar tesoros ocultos, que está tan extendida en España como en Oriente, no deja de tener algún fundamento, pues en todos los países que han sido invadidos por extranjeros y en que ha habido guerras civiles y revoluciones interiores, y donde no existían medios seguros de inversión, en los momentos de peligro para la propiedad todo se convertía en dinero y alhajas, y se escondía de modo ingenioso.
La desconfianza que los españoles sienten unos de otros se extiende a menudo en cuestiones de dinero a los parientes más próximos, incluso a la mujer y a los hijos. Una surperstición muy antigua en España es la de que los que han nacido en Viernes Santo, el día del dolor, tienen el don de poder ver el fondo de la tierra y descubrir los tesoros escondidos. Uno de los escondrijos más usados en todo tiempo ha sido las sepulturas, pretendiendo sin duda confiar a los muertos lo que no podían defender los vivos; esto explica la universal profanación de tumbas y cementerios durante la invasión napoleónica. Los galos escarbaban en los cementerios como perros, despojaban los cuerpos, ya hechos ceniza, de todas las prendas con que les adornara el afecto, o, como decía Burke al hablar de sus disensiones domésticas: desplumaban a los muertos para emplumar a los vivos. Estas hordas, en su huída ante el avance del duque, escondieron también mucha parte de su botín, que hoy se busca con afán. ¿Quién puede haber olvidado la gráfica pintura que hace Borrow de Mol, el buscador de tesoros? Precisamente en este momento las autoridades de San Sebastián vigilan estrechamente las excavaciones que una anciana francesa está haciendo, porque, en su país, un ladrón moribundo le ha revelado el secreto de una olla enterrada, llena de onzas de oro.
Habiéndose abastecido de columnarios, esos nervios metálicos de la guerra, que también hacen que pueda andar el mundo en paz, un prudente amo, si pretende ser considerado como tal, debe tener en sus manos la bolsa, y, además, ojo avizor sobre ella, pues el tintineo de las monedas hace despertar, incluso de una siesta española, y causa desvelos a todo el que lo escucha, desde el mendigo a la Reina Madre.