Viaje por España (Tra los montes)
Teófilo Gautier (1840)
Viajes y viajeros por España

Capítulo XV. CÁDIZ.—VISITA AL «LE VOLTIGEUR».—JEREZ .—CORRIDAS DE TOROS EMBOLADOS.—GIBRALTAR.—VALENCIA.— LA LONJA DE LA SEDA. — LOS VALENCIANOS.— BARCELONA.— REGRESO

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Viajar en barco de vapor, después de haberlos hecho a lomos de mulos y caballerías, en carreta o en galera, nos pareció algo milagroso. Cruzar rápidamente como la flecha a través del espacio y hacerlo sin fatiga, sin sacudida, paseándose tranquilamente por el puente, a pesar de los caprichos del viento y de la marea, es uno de los más bellos descubrimientos del genio humano. Las paletas de las ruedas de vapor, ayudadas por la corriente, nos empujaban con rapidez hacia Cádiz. Sevilla se esfumaba detrás de nosotros, pero por un extraño fenómeno deóptica, a medida que la ciudad entera parecía hundirse en la tierra confundiéndose con el horizonte, la Catedral se agrandaba como un elefante que se pusiese en pie en medio de un rebaño de carneros tumbados. Entonces me di cuenta exacta de toda su inmensidad. En cuanto a la Giralda, la distancia la daba unos líricos tonos de venturina y amatista, que, desgraciadamente, no son compatibles con nuestra melancólica arquitectura del Norte. Había poco movimiento en el río; por todo personaje se veían en aquellos campos, a un lado y a otro, garzas y cigüeñas. Algunos barquichuelos con velas latinas, colocadas en tijera, bajaban y subían; por el río. A las cuatro o las cinco de la tarde pasamos por delante de Sanlúcar, situado á la orilla izquierda. A partir de Sanlúcar el Guadalquivir se ensancha, tomando proporciones de brazo de mar. Después de dejar Sanlúcar con lenta transición, se entra ya en el Océano. La superficie se alarga en líneas amplias y regulares; las aguas cambian de color, y a veces también la fisonomía dé los pasajeros. Los que padecen esa extraña enfermedad que se llama mareo desaparecen buscando los lugares solitarios, o se apoyan melancólicamente en la borda. Por mi parte subí bravamente a la cabina cercana a las ruedas, buscando concienzudamente la sensación, pues como nunca había hecho ningún viaje por mar ignoraba si me atacaría o no el mareó, pero nunca perdí, por fortuna, mi ecuanimidad. Llegamos a Cádiz cuando ya había cerrado la noche. Los faroles de los navíos, de las barcas de la nave, de las luces de la ciudad, las estrellas del cielo, lucían en la espuma de las olas como lentejuelas, de oro, de plata y de fuego. La masa ciclópea de los reductos se dibujaba de modo fantástico en la masa de sombra. Nos levantamos al amanecer. Entramos en Cádiz, que nos hizo un efecto imposible de describir con los tonos de la paleta de ningún pintor ni con la pluma de ningún literato; porque no existen para ello colores bastante claros. No hay manera de dar idea de la impresión brillante que nos produjo Cádiz en aquella gloriosa mañana. El azul y el blanco eran los dos únicos colores que herían nuestra vista. El azul era el cielo repetido en el mar; el blanco la ciudad misma, Nunca he visto nada más variante, más deslumbrador, de una, luz más difusa y más penetrante al mismo tiempo. Lo que en nuestros países llamamos sol, junto a esto, es como una miserable lamparilla en la cabecera de un enfermo.

alameda y convento de  la virgen del Carmen. (Robert)Las casas de Cádiz son más altas que las de las demás ciudades de España, lo cual se explica por la conformación del terreno, bastante angosto, formando un verdadero islote, que se une a tierra firme por estrecha faja de tierra. En casi todas ellas hay terrazas y abundan los torreones, los miradores, y algunas veces las cúpulas. El efecto es extraordinariamente pintoresco. Todo está enlucido con cal; los balcones muy salientes tienen una armadura parecida a una jaula de cristal y lucen en ellos cortinas rojas y tiestos de flores. Algunas de las calles transversales desembocan en el vacío, por lo que parece que terminan en el cielo. Estas sorpresas repentinas de azul son encantadoras, pero fuera del aspecto alegre, vivo y luminoso de Cádiz, lo arquitectónico no tiene nada de particular. Fuimos a ver la Plaza de Toros, que tise fama de ser de las más .peligrosas de España. Ello 'Se debe a que el circo de Cádiz no tiene barrera continua; alrededor del ruedo sólo hay burladeros —especie de biombos de madera que protegen a los toreros cuando se ven perseguidos—, disposición que, efectivamente, ofrece poca seguridad. A causa del excesivo calor no se celebraban corridas. En esta Plaza fue donde lord Byron vio la corrida de que da una poética descripción en el primer canto de Childé Harols, la cual le descalifica por completo en cuanto a sus conocimientos de Tauromaquia.

La Catedral de Cádiz es un gran edificio del siglo XVI, que, aunque tiene una noble traza y es bello y elegante, no puede asombrar a quienes han visto los prodigios de Burgos, Toledo, Córdoba y Sevilla. Las Catedrales de Jaén, Granada y Málaga se le parecen algo en el estilo.

La animación, la viveza y la alegría son las características de la vista de Cádiz. La ciudad está apretada en una estrecha cintura de murallas, que parecen oprimirla como un corsé; luego hay otro segundo círculo de escolleras y rocas, que la protegen de los asaltos del mar, a pesar de lo cual no siempre puede librarse de alguna catástrofe como la que ocurrió hace algunos años, que derrumbó por varios sitios estas formidables murallas, que tienen más de veinte pies de espesor y cuyas fragmentos inmensos yacen aquí y allá a lo largo de la playa. En el muelle, al lado de la puerta de la Aduana, el movimiento es de gran actividad. En la rada de Cádiz estaba anclado el bricbarca Voltigeur, para cuyo capitán tenía yo una carta de recomendación. Al presentársela, elseñor Lebardier de Tinan, me invitó a comer con otros dos amigos, a bordo, al día siguiente, a las cinco de la tarde. El mar estaba muy agitado y de una dureza espantosa. Cuando llegamos a bordo estábamos chorreando agua, los cabellos lagrimeantes y la barba presentaba un aspecto de barba de dios marino. El capitán dispuso que se nos diera un pantalón, una camisa y una chaqueta; todo ello no impidió que hiciéramos una magnífica comida y que bebiésemos los mejores vinos, en medio de una conversación agradabilísima. Comimos e injerimos guisantes de 1836, manteca pura de 1835 y crema de 1834, todo ello fresco y milagrosamente conservado. El mal tiempo empeoró tanto que duró tres días, los cuales paseábamos por el puente sin cansarnos de admirar ese prodigio de limpieza, cuidado por los detalles y de pulcritud de casa holandesa que se llama un barco. Después de dos días se apaciguó el viento, y en una canoa de diez remos marchamos a tierra. Las mujeres de Cádiz son guapas y de tipo original; son algo más gruesas que las demás españolas, y de estatura algo más elevada. Lord Byron ha admitido sobre la virtud de las mujeres gaditanas una opinión un tanto aventurada, para la cual es posible que tuviese sus motivos.

Jerez visto desde la muralla. (Robert)Una mañana, recordando mi compañero y yo que uno de nuestros amigos granadinos nos había dado una carta de recomendación para su padre, rico cosechero de jerez, nos dispusimos a ir a esta ciudad. El camino de Jerez atraviesa una llanura desigual, con algunos montículos, árida, que, según dicen, en primavera se cubre con un tapiz de verdor esmaltado de flores. Al llegar a Jerez nos encontramos que este pueblo como todos los demás andaluces, está blanqueado con cal de pies a cabeza, y no tiene de notable arquitectura más que sus bodegas, inmensas cuevas con techo de teja y grandes muros sin ventanas, La persona a quien íbamos recomendados no estaba; pero la carta que llevábamos para él se hallaba concebida en los siguientes términos: Abre tu corazón, tu casa y tu bodega a estos caballeros. La carta, entregada a otra persona, hizo gran efecto, e inmediatamente nos condujeron a la bodega,

Jamás pudo presentarse ante los ojos de un borracho un espectáculo más maravilloso, aquella era una avenida de toneles, colocados en cuatro o cinco filas superpuestas. Probamos de todos aquellos vinos, por lo menos los de las clases principales, que son infinitas. Desde el Jerez de ochenta años hasta el Jerez seco, pasando por toda una escala de sabores y de paladeos, bebimos cuanto se nos ofreció. Casi todos los vinos están más o menos mezclados con aguardiente, en particular los que se destinan a Inglaterra, donde no los encontraríanbastante fuertes sin esa añadidura. Lo difícil, claro está, era poder llegan con equilibrio hasta nuestro coche después de semejante experiencia. Se trata de no dejar mal a Francia frente a España. Era cuestión de amor propio internacional. Caer o no caer: tal era el problema. En fin, fuimos, lo digo con orgullo, a nuestra calesa en un estado bastante satisfactorio, representando así gloriosamente a nuestra querida Patria en su lucha homérica contra el vino más capcioso y traidor de la Península. Fuimos a la corrida de toros embolados, —o sea que los toros llevan bolas en la punta de los cuernos— que se celebraba, y a la que se mezclaban números cómicos. Los picadores, vestidos de turcos, con calzones de percal y chaquetilla con un sol dorado a la espalda, esperaban a que les llegara el turno de picar, alguno de ellos limpiándose las narices con una punta del turbante; otro de estos grotescos picadores mató al toro con su puya, en cuyo mango ocultaba un artificio de pólvora, que causaron una detonación tan violenta que el animal, caballo y jinete cayeron los tres hacia atrás por la fuerza del choque. El matador era un viejo astuto, vestido con un traje absurdo, calzado con medias amarillas muy caladas, con un aspecto de personaje de ópera cómica o de saltimbanqui. En aquella corrida hubo mucha gente. Los trajes pintorescos de Andalucía eran ricos y numerosos, y las mujeres de un tipo completamente distinto a las de Cádiz. Estas llevan a la cabeza, en lugar de mantilla, grandes pañuelos de color escarlata, que encuadraban maravillosamente sus rostros aceitunados, de tono casi de mulatas, en el que los ojos y la blancura marfileña de los dientes resaltan con un brillo deslumbrante.

El patio de nuestra. Posada tenía una fuente rodeada de plantas, en las que vivía todo un pueblo de camaleones, bicho extrañamente repugnante, que según dicen los españoles sólo se mantienen de aire; pero los que yo he visto comen moscas y que, como se sabe, tienen la propiedad de cambiar de color según el lugar en que se encuentran.

Pocos días después de nuestra estancia en Cádiz se anunció una corrida en Jerez, que es la última que, por desgracia, debía de ver yo. De los, ocho toros de aquella corrida, sólo eran de muerte cuatro; los otros, después de recibir media docena de varas y tres o cuatro pares de banderillas, fueron conducidos de nuevo al toril, rodeados de grandes bueyes, con cencerros al cuello. El último se entregó a los aficionados, que invadieron el redondel en tumulto, acometiendo al novillo a navajazos, ya que tal es la pasión de los andaluces por los toros, que no les basta ser espectadores, y quieren tomar parte en la fiesta de alguna manera, sin lo cual no se encontrarían satisfechos.

Ya se hallaba en el puerto el barco de vapor L’Oceán, presto a levar anclas, y en él habíamos de embarcar, con cierta satisfacción por nuestra parte, pues a consecuencia de los sucesos de Valencia, y de los disturbios que se sucedieron, Cádiz se hallaba casi en estado de sitio; no se publicaban en los periódicos más que poesías o folletines traducidos del francés, y en las esquinas de la ciudad se habían fijado bandos duros y violentos prohibiendo los grupos de más de tres personas bajo pena de muerte. Además de estos motivos había en nosotros el estímulo de volver a Francia, después de algunos meses de ausencia, pues por desligado que uno se sienta de prejuicios nacionales es difícil no sentir alguna patriotería estando lejos del propio país. vista de gibraltar dese la zona neutral. (Robert)El mar estuvo un poco bravo en nuestro viaje; pero, no obstante, el tiempo se presentaba bien; la atmósfera era tan transparente que divisábamos la costa de África, el cabo Espartel y la bahía, en cuyo fondo se hallaba Tánger. Aquello que veíamos enfrente de nosotros, siluetas de montañas semejantes a nubes, era África, la tierra de los prodigios, la cuna del mundo oriental, el hogar del Islám, el mundo negro, en el que la sombra ausente del cielo sólo se ve en las fisonomías; el misterioso laboratorio, donde la naturaleza que ensaya el producto hombre, transforma en su primera etapa al mono en negro. ¡Verla y no visitarla! ¡Qué nuevo suplicio de Tántalo! A eso de las cuatro estábamos a la vista de Gibraltar. El aspecto de Gibraltar desorienta un poco. Es una roca inmensa, una montaña de mil quinientos pies de altura, que se levanta bruscamente en medio del mar, sobre una tierra tan baja que apenas se distingue. ¿Quién lo ha colocado en aquel sitio? ¿Qué enigma ofrece para que lodescifremos.La ciudad está abajo, imperceptible, detalle mísero perdido al lado de aquella voluminosa roca.

Gibraltar, lo mismo que Cádiz, está situado a la entrada de un golfo, en una península que se une al Continente por una estrecha faja de tierra, zona neutral, en la que se halla establecida la Aduana. La primera posesión española por este lado es San Roque; al otro lado, está Algeciras, cuyas casas blancas brillan en el azul de la atmósfera como el vientre de plata de un pez a flor de agua.

La Sanidad nos encontró en buen estado y uncuarto de hora después estábamos en tierra. No puedo describir la sensación ingrata que hube de experimentar al pasar de las ciudades moriscas del reino de Granada, a este país, donde se ven las casas de ladrillo con sus zanjas, sus postigos, y sus ventanas de guillotina, exactamente igual que en Twickenman o en Richmond. La primera inglesa que encontré, con su sombrero y su velo verde en la cabeza, caminando como un granadero de la Guardia, con sus grandes pies calzados de brodequinas, me hizo un efecto desastroso, y no es que fuese fea, no, al contrario; pero ya estaba habituado a la figura de caballo árabe, a la gracia del andar, a la exquisitez femenina andaluza, y aquella figura rectilínea de mirada fría, con su perfume de cant y su falta de naturalidad, me produjeron un efecto cómicamente adverso. Hechas nuestras adquisiciones, marchamos a dar un paseo por la hermosa Avenida plantada de árboles del Norte, mezclados con flores, soldados y cañones, en el que se ven calesas y caballeros, lo mismo que en Hyde Parck, del bajo Gibraltar. Al día siguiente abandonamos este Parque de Artillería y centro máximo del contrabando, y bogamos hacia Málaga, que ya conocíamos, siguiendo la costa de España, lo bastante cerca para no dejar de verla nunca. Pasamos por Cartagena, que ocupa el fondo de una bahía, especie de muro de rocas, dónde los barcos se hallan perfectamente protegidos de todo viento. Nada hay en ella pintoresco. Lo más característico que nos ha quedado en la memoria de aquel paraje son unos molinos de viento que destacan en negro sobre un cielo claro. El aspecto de Cartagena es distinto por completo del de Málaga; Cartagena es triste, ceñuda; los muros recobran los tintes oscuros, la cal desaparece, las ventanas, enrejadas son más sombrías y tienen ese aire de cárcel que se distingue a las casonas castellanas. De Cartagena fuimos a Alicante, y de Alicante a Valencia, puerta de serranos de Valencia. (Robert)que desde el punto de vista pintoresco responde poco a la idea que nos hemos formado de ella, a través de crónicas y romances. La llanura en que se asienta Valencia se llama la huerta y está situada en medio de jardines y plantaciones bien regadas, cosa rara en España, el clima suave permite que se produzcan en abundancia palmeras y naranjos, junto a ciertas producciones del Norte. El Guadalaviar, atravesado por cinco puentes hermosos de piedra, al que sigue en sus riberas un magnífico paseo, marcha cerca de la ciudad al pie de sus murallas. Las calles de Valencia son estrechas, las casas altas y el aspecto general melancólico, La Catedral, de arquitectura mixta, tiene un ábside en galería con sus arcos, que no encierra nada que pueda llamar la atención del viajero después de vistas las magnificencias de Sevilla, Toledo y Burgos.

En la Plaza del Mercado contemplamos un delicioso monumento gótico llamado La Lonja de la Seda. Es un salón grande, cuya bóveda se apoya en unas de columnas de nervadura en espiral, ligeras, elegantes y alegres, con una nota que raramente se encuentra en la arquitectura gótica, más propia, generalmente, para expresar la pesadumbre que la dicha. En la Lonja se celebran las fiestas de Carnaval y los bailes de máscaras. Otro monumento digno de mención es el antiguo convento de la Merced, donde se han reunido unas cuantas pinturas buenas, medianas y malas. Lo mejor del convento es su patio, rodeado de claustro y plantado de cipreses, de tamaño y belleza completamente oriental, que se alzan hacia el limpio cielo como flechas.

El verdadero atractivo de Valencia consiste en la huerta, donde los campesinos usan el traje característico, que debe ser el mismo aproximadamente que el que usaban en tiempo de la invasión de los árabes, y que se diferencia muy poco del traje actual de los moros de África. Consiste en un calzón, de tela gruesa, ancho, ceñido con una faja roja y una camisa y un chaleco de terciopelo verde o azul, adornado por botones de plata; en las piernas medias blancas ribeteadas de azul, que dejan la rodilla y el tobillo al descubierto. Calzan su pie con alpargatas especie de sandalias con cuerdas, trenzadas que sujetan por medio de cintas a la pierna como los conturnos griegos. Suelen llevar la cabeza rapada a lo oriental, apretada en una especie de venda de color vivo. Una manta con tela de colorines que llevan al hombro, completa este atavío lleno de distinción y de carácter. En España los valencianos tienen reputación de ser mala gente; hombres del pueblo de Valencia. (Dore)afirman que en la huerta de Valencia, cuando alguien quiere deshacerse de otro, siempre encuentran un campesino que, por cinco o seis duros, se encarga del asunto. Las mujeres de estas cábilas europeas son pálidas y rubias, como las venecianas; en sus labios brota una sonrisa dulce y triste y en sus ojos hay una modulación de ternura. Aquellos demonios negros del paraíso de la huerta valenciana tienen por mujeres ángeles blancos, cuyos hermosos cabellos están sujetos por una gran peineta de teja o atravesados con largos agujones que rematan en pequeñas esferas de plata o de cristal. Llevábamos diez días en Valencia esperando el paso de otro vapor, pues se habían dispuesto de otro modo las fechas de entradas y salidas. Ya saciada nuestra curiosidad, no teníamos más deseo que regresar cuanto antes a París y volver a ver a nuestros familiares, a nuestros amigos, a nuestros queridos bulevares y nuestras calles. Yo creo que acariciaba incluso el secreto designio de asistir a un vodevil. En una palabra regresar a la vida, a la Vida civilizada, perdida durante seis meses y que ya nos requería imperiosamente. Sentíamos un deseo vehemente de leer el periódico del día, dormir en nuestra cama y realizar otras mil fantasías, estúpidas. El momento llegó al fin.

joven valencianaUn paquebot, procedente de Gibraltar, nos tomó, a bordo y nos llevó a Port-Vendres, pasando por Barcelona, donde sólo pudimos estar unas horas.

Barcelona se asemeja mucho a Marsella, no advirtiéndose en ella apenas el tipo español. Los edificios son grandes, regulares, y si no fuese por los anchos pantalones de terciopelo azul y las barretinas rojas que usan los catalanes, podría uno creer que estaba en una ciudad de Francia. A pesar de su Rambla bordeada de árboles y de sus hermosas calles tiradas a cordel, el aspecto de Barcelona es un poco afectado y rígido, como todas las ciudades que se hallan circundadas por fortificaciones.

La Catedral es magnífica, sobre todo por dentro es sombría, misteriosa, casi temible. El órgano se encierra con grandes tableros pintados al óleo; hay en lo alto una cabeza de moro, con gestos horribles, bajo el tirante qué lo sostiene. Se ven también colgados de las nervaduras de las naves hermosas arañas del siglo xv, colocadas como si fueran relicarios. Al salir de la iglesia se pasa por un claustro de la misma época, silencioso, y soñador, que tiene ya los tonos clásicos de las arquitecturas del Norte.

La calle de Platerías ofrece al transeúnte escaparates espléndidos, donde brillan toda clase de alhajas, sobre todo enormes pendientes como racimos de uva, de lujo un poco bárbaro y macizo, pero de gran valor, que son las que compran generalmente los burgueses ricos.

Al día siguiente, a las diez de la mañana, entramos en la ensenada, no muy grande, donde se halla el primer puerto francés, al fondo, Port-Vendres. Nos hallamos en Francia y, ¿cómo decíroslo? Al poner el pie en el suelo de mi Patria sentí humedecerse mis ojos, y no precisamente de alegría, sino de tristeza. Las torres rojizas, las cimas plateadas de Sierra Nevada, las flores del Generalife, el mirar ardiente de ojos de terciopelo húmedo, las bocas de clavel en flor, los pies diminutos y las manos breves... Todo esto se agolpó en mi imaginación tan vivamente, que me pareció que está Francia, en la que, sin embargo, me espera mi madre, iba a ser para mí un destierro. El sueño había terminado.

(Grabados J.Robert, G.Dore, A.Wagner)