Viaje por España (Tra los montes)
Teófilo Gautier (1840)
Viajes y viajeros por España

CapituloIII. El zagal y los escopeteros.- Irún.- Los niños mendigos.- Astigarraga

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La mitad del puente sobre el Bidasoa pertenece a Francia y la otra mitad a España; podemos muy bien colocar un pie en cada reino, lo que no deja de tener majestad. A un lado se halla, el grave gendarme, serio y honrado; el gendarme satisfecho de haber sido rehabilitado en los Franceses de Curmer por Eduardo—Ourliac. Al otro, el soldado español, con su uniforme verde, disfrutando sobre la hierba la voluptuosidad, del descanso feliz y descuidado. Al atravesar el puente se cae de lleno en la vida española y en el color local.

Irún ya no se parece a ningún pueblo francés.Irún desde el Bidasoa. (Robert)

Los tejados de las casas presentan un carácter morisco, con sus tejas cóncavas y convexas alternativamente; sus balcones, muy volados de hierro forjado, demuestran un progreso ya desaparecido. Las mujeres se pasan el día en estos balcones, sobre los que cae un toldo de colores, rayado, que parecen aposentos aéreos adosados al edificio. En las partes laterales del balcón, no hay cortina; por ellas circulan el fresco de la brisa y las miradas ardientes. Aquí no existen colores ocres, ni tonos de hollín y de pipa vieja, como los que podía esperar un pintor. Todo está encallado, al estilo árabe. Pero el contraste del yeso blanco con el oscuro y húmedo de las vigas, tejados y balcón, hacen un efecto más bien agradable.

Dejamos los caballos en Irún. Allí hubo que enganchar al coche diez mulas esquiladas hasta la mitad del cuerpo. Además de las diez mulas, el personal se aumentó con un zagal y dos escopeteros que traían trabuco. El zagal es una especie de postillón que tiene a su cuidado los frenos de las ruedas; que se preocupa de los relevos y hace, con respecto al coche el papel de un hombre vigilante y atento. El traje del zagal es admirable; de una elegancia y una ligereza maravillosa; lleva un sombrero puntiagudo con cinta de terciopelo y madroños de seda; una chaquetilla de color tabaco o gris, con las bocamangas y el cuello de distintos colores —azul, blanco y rojo, por lo general—, además de unos calzones cuajados de botones de filigrana y de un calzado que son unas sandalias sujetas por cordones. Añadid a esto una faja roja y una corbata de alegres colores y tendréis su figura típica. A estos escopeteros se les llama miqueletes y están destinados a escoltar la diligencia y protegerla contra los bandidos. Si no fuese por ello, éstos no resistirían la tentación de robar a los viajeros; pero la vista del trabuco les basta para tenerlos a raya, y para saludar con el sacramental: Vaya usted con Dios, a los viajeros con que se tropieza en la carretera. El traje de los escopeteros es parecido al del zagal, pero tiene menos adornos y es menos coquetón. Los escopeteros van en la imperial, a la trasera del coche, y así pueden vigiar todo el campo.

Una vez visados los pasaportes, ya bastante manoseados, pudimos seguir nuestro camino. Mientras se realizaba esta operación, fuimos a echar una ojeada a la ciudad, de Irún, que no ofrece otra particularidad sino que las mujeres llevan los cabellos notablemente largos, recogidos en una trenza que les llega a la cintura. Allí apenas se usan zapatos y menos aún medias.

En un palacio antiguo, convertido en Casa-Ayuntamiento, contemplamos, por primera vez, un letrero en yeso blanco que, como otros muchos palacios por el estilo, ostenta estas palabras: Plaza de la constitución. En realidad, lo característico brota siempre por algún lado y no podía elegirse mejor símbolo para representar el estado actual del país. Una constitución en España es como un puñado de yeso sobre piedra granito.

Como la subida es difícil, marché a pie hasta la puerta de la ciudad y, volviéndome dirigí una última mirada de adiós a Francia.

El espectáculo era magnífico; la cordillera pirenaica descendía armoniosamente hasta el mar azul, cortada en algunos trechos por barras de plata, divisándose a lo lejos, como una línea muy débil color salmón, el contorno de la costa. Bayona y su centinela avanzada Biarritz ocupan el extremo de esta línea, y el golfo de Gascuña se dibuja con tanta claridad como en un mapa. Ya no volveremos a verlo más hasta que lleguemos a Andalucía. ¡Adiós, magnífico Océano!

El coche a gran velocidad subía y bajaba las pendientes con una facilidad prodigiosa, debida tanto a la destreza de los conductores como a las patas de las mulas. A pesar de ésta velocidad, solían caernos sobre las piernas ramas de laurel y fresas silvestres, especie de rosas ensartadas en una brizna de hierba. Todos estos obsequios se los debíamos a los mendigos, chicos y chicas, que seguían al coche corriendo descalzos sobre los guijarros. Esta manera de pedir limosna, haciendo antes un regalo, tiene mucho de noble y de poético.

El paisaje era encantador, algo suizo, de aspecto muy diverso. Se veían montañas y desfiladeros, laderas llenas de cultivos diferentes, bosques de robles verdes, que hacían un fuerte contraste con las lejanas cumbres que se perdían en el espacio. Entre las montañas y los árboles se divisaban pueblecitos de rojos tejados, en los que me imaginaba ver a cada momento, propietarias de aquellos flamantes chalets, alguna Ketty o Gretty. Por fortuna, España no lleva hasta este extremo la ópera cómica.

Vemos torrentes formando caprichosas cascadas que se bifurcan y vuelven a unirse, sirviendo de pretexto a una multitud de puentes que son lo más pintoresco del mundo. El ser puente español no es fatigoso, no hay oficio más perfecto; se puede estar nueve meses del año en pleno descanso, con una paciencia digna de mejor suerte, en espera de un río, de un arroyuelo o de un poco de humedad siquiera, sin la menor molestia, puesto que los arcos del puente no son más que ojos, y aquel título pura fantasía. Los torrentes a que aludimos tienen apenas cuatro o cinco pulgadas de agua; pero, eso sí: hacen un ruido espantoso y sirven para dar vida a las soledades por la que se deslizan. De vez en cuando mueven algún molino o fábrica, construidas de una manera tan pintoresca que parecen esperar a los paisajistas. Las casas no son negras, ni blancas, ni amarillas; más bien parecen color de pato asado. Esta clasificación un tanto culinaria y absurda, con tiene, sin embargo, una realidad.

Fuenterrabía. (Robert)En Oyarzun cambiamos de tiro, y al caer la tarde llegamos a Astigarraga, pueblo en el que íbamos a hacer noche. Todavía no sabíamos lo que era una posada española. A nuestra memoria acudían descripciones picarescas de Don Quijote y del Lazarillo de Tormes y todo el cuerpo nos picaba sólo de pensar en ello. Aguardábamos tortillas aderezadas con cabellos merovingios, plumas y pellejo; tocino lleno de cerdas, que lo mismo podían servir para hacer sopa que para limpiarse los zapatos, vino en grandes pellejos, como aquellos que el caballero manchego acometió a cuchilladas, e incluso esperábamos no encontrar nada de nada, lo que era mucho peor. En este caso hubiéramos tenido que conformarnos con tomar el fresco de la noche y cenar como el valeroso don Sancho, un aire de músicas perdidas.

Aprovechando lo que quedaba de luz, nos dirigimos a la iglesia, que más parece fortaleza que templo; el espesor, de los muros, las ventanas como troneras y los anchos contrafuertes le daban una apariencia más guerrera que contemplativa. En las iglesias de España se ve con frecuencia este tipo de construcción. Alrededor de la iglesia se extendía un claustro abierto, sobre el que había suspendida una enorme campana que sólo puede tocarse agitando el badajo con una cuerda, pues resulta imposible voltear aquella gigantesca masa de metal.

Cuando fuimos a nuestros cuartos pudimos observar las blancura deslumbrante de la cortina, de la cama y de los balcones, la limpieza de los suelos, digna de las casas de Holanda, y el cuidado en todos los detalles. Unas muchachas hermosas y fuertes, con magníficas trenzas colgando sobre los hombros, bien vestidas y que no se parecían en nada a las maritornes que aguardábamos, iban y venían con una actividad de buen augurio para los clientes. La cena, buena y bien servida no se hizo aguardar. Aunque se nos reproche ser demasiado minuciosos, vamos a describirla, pues creemos que en estas cosas consisten principalmente las diferencias entre los pueblos, más que en esas disquisiciones políticas y poéticas que, en definitiva, pueden escribirse sin visitar el país: Primero, sirven una sopa grasienta, que se diferencia de la nuestra en el pimentón, que la da un tinte rojizo que pudiéramos tomar por una muestra del color local. El pan es muy blanco, apelmazado, con la corteza lisa y ligeramente tostada. Para los paladares parisienses resulta demasiado ácido. Los tenedores tienen el mango vuelto hacia atrás y las puntas parecen púas de peine; las cucharas semejan una espátula, cosa bien distinta a como son estos instrumentos en nuestro país. El mantel es de una tela demasiado gruesa, y en cuanto al vino debemos declarar que tiene un bellísimo tono púrpura y es tan espeso que podría cortarse. Se sirve en jarros opacos sin transparencia alguna.

Después de la sopa, sirvieron el cocido, plato típicamente español, o mejor dicho, único plato español, pues es el que se come todos los días desde Irún hasta Cádiz y viceversa. Está compuesto de un gran trozo de vaca otro de carnero, pedazos de chorizo, algo de jamón, pimienta, salsa, de tomate y azafrán. Esto en cuanto se refiere a los elementos animales. Los vegetales, que llaman verdura, varía según la época del año; pero los garbanzos son siempre la base de esta comida. El garbanzo apenas se conoce en París. Podemos definirlo diciendo que es una especie de guisante que aspira a ser habichuela, y que felizmente lo consigue. Cada una de estas cosas se sirve en fuentes distintas, pero luego se mezcla todo el plato, componiendo un manjar homogéneo y exquisito. Tal comida, parecerá un tanto elemental a los gourmets que leen a Careme, Brillat Savarin, Grinod de la Reyniere y de Cussy pero no puede negarse que tiene su encanto y que a los eclécticos y a los panteístas satisface plenamente. Luego vienen los pollos, siempre a base de aceite, pues la manteca no se conoce en España; a renglón seguido el pescado frito, las truchas, la merluza, el cordero asado, los espárragos, la ensalada y como postre las almendras tostadas, el queso de cabra, queso de Burgos y los vinos. El Málaga, el Jerez y un aguardiente muy parecido al anisete de Francia. La bandeja nos trae también un hornillo para encender los cigarros. Con ligeras variantes ésta es la comida que se sirve habitualmente en toda España.

Salimos de Astigarraga a media noche; no es posible decir lo que vimos, porque no hacía luna y no vimos nada. Pasamos por Hernani, pueblo que despierta románticos recuerdos sin que de él distinguiésemos otra cosa que ruinas y casuchas vagamente dibujadas en la oscuridad. Cruzamos por Tolosa sin detenernos, aunque pudimos ver casas que ostentaban gigantescos escudos de piedra. Como era día de mercado, la plaza estaba llena de burros, mulas pintorescamente engarzadas y aldeanos de aspecto salvaje y extraño.

Por fin, después de subir y bajar, atravesar puentes sobre tierra seca y vadear ríos, llegamos a Vergara, lugar donde había de comer. Esto nos producía una gran satisfacción, pues ya no nos acordábamos siquiera de la jícara de chocolate que sorbimos medio dormidos en la posada de Astigarraga.

(Grabados J.Robert, G.Dore, A.Wagner)

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