Capitulo V. El claustro: pinturas y esculturas.- Casa del Cid.- Casa del Cordón y puerta de Santa María.-La cartuja de Miraflores.- Los huesos del Cid
El claustro está provisto de innumerables tumbas, la mayoría de ellas cerradas por verjas fuertes y espesas. Estas tumbas se hallan practicadas en el espesor del muro y recargadas de escudos y figuras; pertenecen a ilustres personas. En todas ellas hay estatuas yacentes, de tamaño natural, bien de caballeros armados o de bultos revestidos que, a través de las verjas, podrían tomarse por los difuntos que representan, dado lo detallado de sus ropajes y la naturalidadde su actitud. La descripción del claustro daría asunto para una larga descripción, mas como disponemos de poco tiempo y escaso espacio, sólo diremos algunas palabras sobre aquello que merezca más nuestra atención. La sillería del coro es una obra admirable de talla que tal vez no tenga rival en el mundo. Los sitiales son maravillosos; representan pasajes del Antiguo Testamento, en bajorrelieve, y están separados unos de otros, por animales caprichosos y fantásticas quimeras. En todo ello reina una absoluta libertad de fantasía, a la cual el tono amarillento de los fondos da cierto carácter de vaso etrusco, que armoniza perfectamente con la sinceridad de los asuntos y lo elemental de la línea. En estos dibujos se halla el gusto pagano del Renacimiento, y no tiene nada de común can la santidad del lugar. Hay niños jugando, máscaras, mujeres que bailan, gladiadores, vendimiadores, muchachas que acarician o atormentan, monstruos disformes, animales que tocan el arpa y chiquillos que semejan los que se reproducen en la taza de una fuente en el Manneken-Piss de Bruselas.
La capilla del condestable forma ella sola una iglesia entera. Las tumbas de don Pedro Fernández de Velasco, condestable de Castilla y de su mujer, ocupan el centro y constituyen el objeto principal de la capilla; dichas tumbas son de mármol blanco, magníficamente labradas. El condestable aparece tendido, cubierto con su armadura, y la mujer tiene un perrito al lado; el brocado de su vestido y los guantes están ejecutados con una finura sorprendente. El altar mayor se halla cubierto de placas de plata y soles de cristal, cuyos reflejos espejeantes producen un brillo y un juego de luces indescriptible. En la bóveda florece un rosetón maravillosamente esculpido. Hay también en la catedral de Burgos una Sagrada Familia, anónima, que a mí me pareció posiblemente obra de Andrea del Sarta y unas tablas góticas de Cornelio Van Eyck, parecidas a las que existen en la galería de Dresde. Citemos también algunas pinturas de Fray Diego de Leyva, que se metió fraile en La Cartuja de Miraflores a los cincuenta y tres años. Sus cuadros, tienen por asunto martirios, como muchísimos en España, donde el sentido realista de la verdad en arte llega a su grado máximo. En este género Rivera ha pintado cosas que harían retroceder de horror al verdugo mismo. Es necesario toda la fuerza característica y la diabólica belleza que produce este gran maestro para soportar su pintura de matadero, que parece haber sido realizada para caníbales por un aprendiz de verdugo. En realidad, el ser mártir no es cosa muy agradable, y la palma, con el ángel que se les concede resulta una compensación muy débil para tan terribles tormentos. Rivera suele negar también este consuelo a sus atormentados, a los que deja retorcerse como serpientes entre sombras duras y amenazadoras que no traspasa el menor rayo de luz.
El Cristo de Burgos, tan famoso y venerado —y que no se puede ver sino a la luz de los cirios—, no es de piedra ni de madera policromada; es según dicen, de piel humana. Parece que, esta piel se ha rellenado con exquisito cuidado y verdadera habilidad. Los cabellos son auténticos, la corona de espinas es perfecta y los ojos tienen pestañas. Este fantasma crucificado, con su aspecto extraño de vida y su inmovilidad de muerte, produce un efecto terrible y funerario. La piel ha adquirido un color antiguo y humoso y presenta unos hilos de sangre, tan bien imitados, que parecen líquidos efectivamente.
Se dice que este Crucifijo milagroso sangra todos los días. No es difícil creerlo. Lleva unas enagüillas blancas con bordes de oro, que le llegan ha sta las rodillas; vestido que produce una impresión rara, especialmente en nosotros, que jamás habíamos visto a un Cristo con semejante vestido. Al pie de la cruz se ve en el relieve tres huevos de avestruz, cuya significación, que no entiendo del todo, parece aludir a la Santísima Trinidad, origen y principio de todo lo creado.
Al salir de la catedral íbamos fatigados, anonadados de tanta obra maestra. Pero aún vimos la Puerta de Santa Maria, que se alza. en honor de Carlos V y que es un notable fragmento de arquitectura. Las estatuas, colocadas en hornacinas, tienen una fuerza de expresión que suple a su carencia de esbeltez. Cerca de esta puerta se halla el paseo, que marcha a orillas del Arlanza, río considerable en España, puesto que ya tiene más de dos pies de profundidad. En este paseo se alzan cuatro estatuas, que representan a cuatro reyes o condes de Castilla: don Fernán González, don Alonso, don Enrique II y don Fernando I.
Antes de, marcharnos de Burgos estuvimos viendo La Cartuja de Miraflores, que se halla a media legua de la ciudad, y en la que viven todavía algunos frailes Viejos y enfermos, que allí esperan su muerte. La Cartuja se halla en una colina y presenta un aspecto simple y austero; el techo es de tejas, y los muros de una piedra grisácea. Todo parece estimular el pensamiento y nada los ojos. Dentro hay grandes claustros silenciosos, enjalbegados y frescos; celdas cuyas puertas se abren a estos claustros y vitrales de color en las ventanas, en los que se reproducen asuntos religiosos, como, por ejemplo, una original Ascensión del Señor, que representa los pies del Salvador ya desaparecido y la huella de ellos impresa en una roca, rodeada de santos en adoración.
Una fuente en medio de un patio pequeño constituye una nota alegre en aquel lugar, que es el jardín del Prior. Hay también algunas parras y flores y plantas que crecen desordenadamente de una manera pintoresca. El Prior es un viejo de noble y melancólico rostro, con un hábito muy distinto del que usaban los frailes, pues no se les ha permitido conservar los que tenían. Nos recibió cortésmente, y como hacía frío nos invitó a sentarnos cerca del brasero. Luego nos obsequió con agua fresca, azucarillos y unos cigarros. Este pobre fraile viejo tenía toda la ilusión por las glorias de su Orden, y vivía por tolerancia compasiva en este ruinoso convento, cuyas bóvedas se derrumbarán cualquier día sobre su sepultura.
En el cementerio vemos dos o tres grandes cipreses como en los cementerios turcos. Este campo- santo tiene ciento diecinueve cartujos en su seno, que son los fallecidos desde la construcción del convento. En el suelo no se ve ni una lápida, ni una cruz, ni una inscripción; solamente hierba espesa que crece a ras de tierra. Todos reposan allí tan humildes en la muerte como lo fueron en vida.
La mansión de los hombres resulta pobre, pero la casa de Dios es rica. En el centro de una nave se hallan las tumbas de Juan II y de la reina Isabel, su esposa. Parece mentira que la paciencia humana pueda haber realizado semejante obra. Dieciséis leones, dos en cada esquina, sostienen ocho escudos con las armas reales. Además se muestran infinidad de figuras alegóricas, santos y apóstoles, entre los cuales hay palmas, pájaros, fronda, arabescos, todo ello formando un, trabajo prodigioso, difícil de imaginar.
Al lado del Evangelio se encuentra el sepulcro del infante don Alonso. La figura aparece de rodillas ante un reclinatorio. Un arco gótico, que sirve de marco a la composición, medio empotrado en el muro, ostenta, entre otros motivos, unos angelotes en actitud de coger racimos de uva, descendiendo de una parra primorosamente calada. Esta maravilla es de alabastro y se debe al cincel de Gil de Siloé, que también es el autor de las esculturas del altar mayor. Una sillería de Berruguete completa el conjunto que, en verdad asombra encontrar en medio de este desierto. Desde lo alto del montículo pudimos ver a lo lejos el lugar donde se hallan los restos del Cid y de doña Jimena, su mujer. Es San Pedro de Cardeña. Por cierto que, a propósito de esta tumba, se refiere un episodio pintoresco que transmitimos al lector sin garantizar su autenticidad.
Durante la invasión francesa, el general Thibaut quiso trasladar los restos del Cid desde San Pedro de Cardeña a Burgos; tenía el propósito de levantar un mausoleo en un lugar público, para que fueren venerados los restos heroicos por el pueblo a quien esta presencia debía Inspirar caballerescas emociones. El ilustre general hizo poner los huesos del Campeador junto así para que su proximidad aumentara su valor, cosa que, en realidad, no necesitaba. Pero el proyecto del sarcófago no pudo llevarse a cabo y el Cid volvió junto a doña Jimena a San Pedro de Cardeña, donde yacen definitivamente. Al Cid no le ha faltado más que ser canonizado; su gloria así hubiese sido completa; pero, no ha podido realizarse esta canonización por haber tenido antes la idea herética y absurda de querer que le enterrasen junto a su famoso caballo Babieca. La gloria del Cid ha tenido la magnífica consecuencia de inspirar a los poetas anónimos del Romancero y a Guillén de Castro, Diamante y Corneille.
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