

Los españoles pueden enorgullecerse de haber vencido las influencias que pudieron conducirles a ciertos excesos. Me refiero sobre todo a una depravación condenada por la naturaleza, depresiva para el bello sexo y demasiado corriente entre los pueblos meridionales. Eso es absolutamente desconocido en España.
Los celos, que son también depresivos para la mujer, parecen ser consecuencia de un clima que comunica su ardor a los sentidos y a la imaginación. Esta pasión odiosa, que antes era ofensiva en sus sospechas, injuriosa y cruel en sus precauciones, implacable en sus agravios, está muy atenuada en los españoles modernos. Si en España los amantes son exigentes y recelosos, si atormentan con sus sospechas y se muestran atroces en sus venganzas, no hay en cambio país europeo que cuente menos maridos celosos. Las mujeres, a las que antiguamente se ocultaba a las miradas y apenas era permitido entreverlas a través de los intersticios de las celosías, que deben sin duda su nombre al vil sentimiento que las inventó, las mujeres, digo, gozan de entera libertad. Sus mantillas, única huella de la antigua esclavitud, sólo sirven ya para resguardar sus encantos del ardiente sol y aumentan su atractivo.
Inventadas por los celos, la coquetería las ha convertido en una de las galas más seductoras y, al favorecer el misterio, aseguran la impunidad de las trapisondas amorosas. Eso de los amantes que, bajo el balcón de su invisible adorada, suspiraban sin esperanza de aliviar su doloroso martirio, con la guitarra , como único testigo e intérprete de su dolor, ya no se ve más que en las comedias. Las conquistas son ahora menos penosas y menos lentas, los esposos más tratables y las mujeres más accesibles.
¡Las mujeres! ¿Quién, ante esta palabra, no se siente movido por tierno interés? ¿Quién se negaría a perdonarles sus caprichos, a someterse a sus rigores y disculpar sus debilidades? Vosotros sobre todo, extranjeros, que habéis suspirado a los pies de una española, ¿no experimentáis estos sentimientos al pensar en las seductoras cadenas que os esclavizan? ¿Intentaré trazar un esbozo del objeto de vuestras adoraciones y haceros revivir vuestros placeres? O, si os han sido arrebatados por la ausencia, por el tiempo, por la inconstancia que nos engaña a veces sobre la rapidez de su curso, ¿trataré al menos de mezclar alguna dulzura a vuestras amargas añoranzas?
En cada país, las mujeres tienen encantos particulares que las caracterizan. En Inglaterra nos sentimos atraídos por
la elegancia de su talle y la modestia de su porte; en Alemania, por sus labios de rosa y la dulzura de su sonrisa; en
Francia, por esa amable alegría que anima todos sus rasgos. En el encanto con que una bella española nos somete
hay algo de falaz, algo que se escapa al análisis. Su coquetería es más franca, menos premeditada que la de las
demás mujeres. No tiene tanto interés en gustar a todos. Pesa más bien que cuenta las admiraciones que provoca y
con una sola le basta una vez que ha hecho su elección. Si no desdeña los éxitos, renuncia al menos a las
zalamerías fingidas. Poco debe a los recursos del tocador. El cutis de una española no se adorna jamás con prestada
blancura. No suple con artificios el colorido que la naturaleza le ha negado al someterla a la influencia de un clima
tórrido. Pero ¡cuántos atractivos compensan su falta de blancura! El amor se ha mostrado avaro con ella al repartir
esos tesoros de alabastro que son sus más encantadores joyeles; pero ¡cuántos otros le ha prodigado! ¿Dónde
encontrar cinturas más esbeltas que la suya, mayor flexibilidad en los movimientos, mayor finura en los rasgos, más
ligereza en los andares? Grave y hasta un poco triste a primera vista, si os dirige sus ojazos expresivos, si
acompaña esta mirada con una sonrisa, el hombre más insensible cae a sus pies. Mas si un frío recibimiento no os
quita el valor de comunicarle vuestros propósitos, se muestra tan decidida y mortificante en su desdén como
seductora si os da alguna esperanza. En este último caso, no son de presumir largos rigores, pero con ella el amor
debe sobrevivir al logro de la felicidad y no se puede aplicar al amor español este verso de un conocido idilio:
Nourri par l'espérance, il meurt par les plaisirs. (La esperanza lo alimenta, los placeres lo matan).
Claro está que el perseverar en el amor de una española es ya un placer, pero es también un deber riguroso y
esclaviza. El amor, incluso cuando es correspondido, exige que se le pertenezca por completo. El hombre que se
alista en sus filas tiene que hacerle el sacrificio de todos sus afectos, de todos sus gustos, de todo su tiempo y
queda condenado no a languidecer sin esperanza, sino a permanecer ocioso. Los afortunados mortales a quienes
las mujeres españolas se dignan enamorar y que se llaman cortejos son menos desinteresados, pero no menos
asiduos que los chichisbeos de Italia. Tienen que demostrar su abnegación a todas horas, acompañar a su amada al
paseo, a los espectáculos y hasta al confesionario. Más de una tormenta turba, sin embargo, la serenidad de esta
unión. El más ligero incidente provoca alarmas. Una distracción pasajera se castiga como si se tratase de una
infidelidad. Diríase que en España el demonio de los celos ha dejado en paz a los matrimonios y se ha refugiado en
el seno del amor, ensañándose con el sexo nacido más para inspirarlos que para sentirlos.