Mi primera jornada de viaje me llevó hasta Aranjuez, donde estaba la corte. Vi a varios amigos españoles que
lamentaron conmigo la desastrosa ruptura de que mi partida era señal y presagiaron que no sería larga. Continué
mi viaje.
Y entré en La Mancha, sobre cuya parte occidental estaba mi camino hasta Valencia.
Había hecho ya este viaje en 1783, en la mejor estación del año, en una época en que mi alma, el horizonte
político y todo lo que me rodeaba infundían serenidad.
De Aranjuez a Valencia hay tres caminos: uno es el que sigue la posta, que pasa por Tarancón, Requena, etcétera. El que recorrí en 1783. Otro, que seguí al regreso, pasa por San Felipe, Almansa y Albacete. El tercero es la hermosa carretera nueva que, si exceptuamos algunos puntos, nos lleva cómodamente de Madrid a Valencia.
Vamos a examinar los tres caminos. Si tomamos el de la posta, hemos de seguir por espacio de media legua la
calle de la Reina, torcemos a la izquierda y decimos adiós por mucho tiempo al verde y a la sombra.
Durante siete leguas nos acercamos varias veces al Tajo, que por allí no es aún el Tajo de Aranjuez, ni siquiera el
de Toledo. Se llega luego a Fuentidueñas, pueblo grande en que la miseria y la incuria son mayores aún.
Después de Tarancón, tres leguas más allá, se alza el castillo de Uclés; su forma indica que fue fortaleza,
construida quizá para oponerse a las incursiones moras, pero es hoy residencia de una comunidad religiosa.
Pasaré rápidamente por Saelices, Villar del Saz, Olivares, cuya situación en el centro de una cadena de cerros casi
circular es bastante pintoresca, y Bonache, tres leguas más allá. De Bonache a Campillo hay cinco leguas de camino
erizado de rocas a través de una comarca desolada. La mayor parte de las cinco leguas que separan Campillo de
Villagordo las recorremos por la cima de las montañas, por senderos en que dos hombres no podrían caminar uno
junto al otro sin correr el riesgo de precipitarse en los profundos valles. Después de hacer equilibrios durante
algunas horas por un terreno abrupto y desierto, se desciende por un camino muy tortuoso y se descubre el río
Cabriel, que serpentea por un estrecho valle tapizado de verdor y abandona luego de pasar bajo un lindo puente
de un solo arco: el puente de Pajazo. Cerca de este puente hay una caverna natural, madriguera de bandoleros y
contrabandistas que infestan esa desdichada comarca.
Después de haber escalado una pendiente muy escarpada, se llega, por fin, a la posta de Villagordo.
Las montañas que acabamos de trasponer se llaman las Contreras, y su solo nombre espanta al viajero. Las
cuatro leguas siguientes nos llevan hasta Requena a través de una llanura que es ya una muestra anticipada del
reino de Valencia. Los arroyos cercanos, cuyas aguas se han utilizado para el riego de esa llanura, contribuyen, así
como lo fértil del suelo y la suavidad del clima, a producir en ella lozano el trigo, la uva, el lino y, sobre todo, las
moreras.
Pasado Requena se encuentra otra cordillera, llamada las Cabrillas. El camino tiene también parajes muy
escabrosos, pero esta segunda prueba no es larga, y al cabo de tres leguas se llega a una venta completamente
aislada, la venta del Relator.
En cuanto salimos de Requena entramos en el reino de Valencia, lo que se echa pronto de ver en la laboriosidad y
traza de los habitantes, que sacan partido de la poca tierra vegetal que se les ofrece sobre un suelo rocoso.
Pero donde admiramos un paisaje seductor, uno de esos paisajes que suelen atribuirse a este hermoso país, es en las cercanías de Chiva. Es un placer indecible, después de atravesar las llanuras de Castilla, encontrarse entre setos vivos formados por áloes que sirven de límite a los huertos, a los pastos, a los campos de moreras y a los olivares.
Este paisaje acompaña al viajero hasta media legua más allá de Chiva. Pero pronto la mirada, gozosa, descubre Valencia y el Mediterráneo. Llegados al pueblo de Cuarte, que está aún a una legua de Valencia, ya sólo se ve una serie continuada de huertos y jardines, de casitas de campo cuya sencillez contrasta agradablemente con el lujo de la naturaleza. Media legua más lejos se atraviesa un segundo pueblo, cuya prolongación se confunde ya con los arrabales de Valencia.
El segundo camino (que seguí a mi regreso en 1783) tiene siete leguas más que el primero. No es frecuente en él la posta, pero se puede recorrer en coche de colleras o, con mucha mayor economía, en una especie de cabriolés pequeños llamados calesines y que se usan muchísimo, tanto en las cercanías de Valencia como en la ciudad misma.
Siguiendo este segundo camino se pasa durante seis leguas por una carretera soberbia, sobre una campiña muy fértil. Las moreras y olivos, alternados con los arrozales, se prolongan hasta las proximidades de San Felipe. Esta ciudad, llamada antiguamente Játiva, está construida en la falda de una montaña, al pie de dos castillos colocados en anfiteatro, posición que explica lo prolongado de la resistencia que opuso a Felipe V; resistencia que fue castigada con la pérdida de su nombre y de sus privilegios. Tiene una iglesia muy bonita y varias fuentes de que podrían ufanarse las mejores ciudades. Saliendo de San Felipe, se avanza durante tres leguas entre colinas incultas y desoladas y se llega a la venta del Puerto. Nos encontramos en los confines del reino de Murcia, tan renombrado por su fertilidad y su espléndido cultivo. Pero lo único merecedor de un elogio es la llanura en que está situada su capital, a orillas del Segura, llanura conocida por la vega de Murcia.
Desde la venta del Puerto, el horizonte está limitado por montañas áridas, a través de las cuales pasa una de las carreteras de Almansa. Se divisa esta espaciosa población en el extremo de una extensa llanura, celebérrima por la victoria que aseguró el trono a Felipe V. Esta llanura está perfectamente cultivada y su fertilidad parece aumentar a medida que nos acercamos a la población. Hay en la comarca una tradición según la cual los años que siguieron al de la batalla de este nombre fueron de extraordinaria fecundidad, tributo funesto de las vidas que la victoria costó al género humano. A la distancia que alcanza una bala de cañón, más allá de Almansa, se alza un pedestal cuyos cuatro lados contienen inscripciones latinas y españolas referentes al triunfo del mariscal de Berwick. Este pedestal está coronado por una pirámide sobre la que hubo un león con escudo. Pero como los valencianos, molestos porque veían una amenaza en aquel símbolo, consiguieron derribarlo a pedradas, han tenido que substituirlo por la reducida imagen que campea hoy sobre el monumento, demasiado sencillo para eternizar una victoria como la de Almansa. La única industria de Almansa consiste en telares de tejedores para los que no basta, ni con mucho, el cáñamo que allí se cultiva.
Al salir de Almansa, antes de que se hubiese construido el camino real, se atravesaba un terreno pedregoso y cubierto de maleza. Casi inmediatamente después se ve a la izquierda Chinchilla, población situada sobre árido montículo desde el que se distinguen las extensas y fértiles llanuras manchegas. Estamos a pocas leguas de Hellín, notable por ser cuna de Macanaz y del conde de Floridablanca. Nos acercamos a Albacete, cuyas cercanías fertilizan abundantes riegos. Esta importante población es, debido al hecho de encontrarse entre Valencia y Alicante, punto de reunión de gran número de mercaderes. Sus habitantes trabajan, de un modo algo primitivo, el hierro y el acero que les llega de Alicante.
Pasado Albacete, el camino atraviesa tres pueblos importantes: La Gineta, La Roda y Minaya, y durante nueve leguas recorremos una llanura cuyo cultivo sólo da trigo y azafrán. Pasamos a continuación por El Provencio, y después vemos campos bien cultivados y dos aldeas: Predoñera, que tiene una fábrica de salitre, y La Mota, en agradable emplazamiento. Desde allí, la mirada abarca las vastas llanuras que fueron escenario de las hazañas de don Quijote. A continuación se pasa a una legua de El Toboso, patria de Dulcinea, y vemos el campanario, el bosquecillo en que don Quijote se quedó en espera de la amorosa entrevista, gestionada por su fiel escudero, y la casa de Dulcinea. Se atraviesa luego Quintanar y se llega a Corral, gran pueblo manchego situado a nueve leguas de Aranjuez.
En 1783 el camino nuevo no llegaba más que hasta ahí. En 1793 lo encontré prolongado hasta los confines del reino de Valencia y, si exceptuamos una docena de leguas, es desde Madrid a Valencia una de las mejores carreteras europeas. La carretera nueva ha seguido en varios puntos dirección distinta de la antigua. Deja San Felipe a una legua a la izquierda y desciende luego suavemente hacia el reino de Valencia, que se anuncia con la temperatura del aire y el floreciente cultivo. En mi último viaje, entré en este reino el 27 de febrero. Todos los almendros estaban en flor, todas las flores tempranas abiertas, y se caminaba a través de los olivos y los algarrobos, a cuya sombra una tierra feraz anunciaba ya la abundancia. Estas primeras galas de la naturaleza llamaron tanto más mi atención cuanto que acababa de cruzar La Mancha.
Sin embargo, durante la jornada advertimos pocas viviendas. A mitad de camino hay una venta desde la que se domina un fértil valle. Cuatro leguas más allá está la venta del Rey, espaciosa y nueva, en la que encontramos, con agradable sorpresa, muebles limpios y hasta chimenea.Por todas partes se insinúa el bienestar de que goza la comarca. La carretera nueva está bien construida y cuidadosamente conservada. De vez en cuando hay lindas casitas nuevas, hermosos puentes para los menores arroyos, soberbios muros de albañilería, frecuentes parapetos, mojones de legua en legua, etcétera. Las grandes carreteras, sobre todo en las comarcas productivas, son como las márgenes de los ríos e incluso de los arroyos, es decir, que atraen la población.