Los españoles han tenido rasgos característicos comunes a todos los habitantes de la Península, pero eso era cuando los árabes orientales. Su gusto por las artes y las ciencias y todo aquello de que aún quedan vestigios en las provincias donde más tiempo se mantuvieron. Eso era cuando el elevado concepto que los españoles tenían de su nación, muy justificado por las circunstancias, se reflejaba en toda su persona y hacía que se pareciesen todos al retrato que aún hoy se manifiesta, representándolos graves, austeros, generosos, empeñados en guerras y aventuras. Así eran cuando en sus asambleas generales, que llamaban Cortes, tenían todos una parte más o menos activa en el Gobierno, cuyos actos dirigían o vigilaban, sintiendo con mucho más ardor que Pero estas tres causas de uniformidad en el carácter nacional han desaparecido casi por completo, y al desvanecerse han dejado a los españoles sometidos a las influencias más inmediatas del clima, de las leyes y de los productos de sus distintas regiones, de navarros, andaluces, vascos, asturianos, etcétera, y hacer de cada uno de estos pueblos una descripción particular; tarea dificultosa e ingrata de imposible realización, sin poner a cada momento las excepciones junto a la regla. Difícil sería ser exacto sin minuciosidad; justo, sin parecer severo; apologista, sin parecer adulador.
A pesar de lo cual, su revolución no ha sido tan completa que haya extirpado totalmente los rasgos comunes a la nación española. Una parte de sus costumbres ha sobrevivido a los acontecimientos que las han alterado. La influencia del clima fue modificada, pero no destruida. En muchos aspectos sus provincias viven aún bajo una misma forma de gobierno. La corte de un monarca absoluto sigue siendo el centro en que convergen las aspiraciones y los afectos generales. Todos los españoles modernos profesan el mismo culto religioso. En literatura tienen aún los mismos modelos e idénticos gustos. En todos estos aspectos han conservado rasgos semejantes a los de sus antepasados, que intentaremos esbozar.
En la época en que España representó un papel importante, cuando descubría y conquistaba el Nuevo Mundo; cuando, no contenta con dominar una parte de Europa, agitaba y hacía tambalear el resto con sus intrigas diplomáticas o sus empresas militares, los españoles se embriagaron de orgullo: un orgullo que se manifestaba en su apostura, en sus acciones, en su lenguaje y en sus escritos. Como entonces el orgullo nacional estaba justificado, les daba un aspecto de grandeza que les perdonaban, aun aquellos a quienes no infundía respeto.
Debido a una serie de circunstanciales desventuras, eclipsóse aquel esplendor, sin que las pretensiones a que
daba lugar se desvanecieran. El español del siglo XVI había desaparecido, pero quedaba su apariencia. De ahí ese
porte orgulloso y grave que aún hoy le caracteriza y que me trae a la memoria dos versos de un poeta francés
referentes al pecado original, cuyas fatales consecuencias no han borrado por completo en el hombre la traza de
su augusto destino:
C'est du haut de son treme un roi précipité qui garde sur son front un trait de majesté. (Es un rey, arrojado de un altivo
trono que aún ciñe su frente con un rasgo de majestad).
El español moderno conserva aún la huella de su antigua importancia. Hablen o escriban sus expresiones adolecen
de una exageración rayana en fanfarronería. Tiene un elevado concepto de su patria y de sí mismo, y lo manifiesta
siempre sin reparo y con frecuencia sin habilidad. Su amor propio no se manifiesta mediante las expresiones
graciosamente hiperbólicas que más provocan la risa que el enfado y que caracterizan a los gascones: cuando se
alaban lo hacen gravemente, con toda la pompa de su idioma.
Sin embargo, tentado estoy de creer que el genio de su lengua justifica su estilo ampuloso. No sólo adoptó
muchas palabras y giros idiomáticos de los árabes, sino que está como impregnado del espíritu oriental introducido
en España, espíritu que se encuentra en todas las obras de imaginación españolas; en sus novelas. Quizá es ésta
una de las principales causas a que obedece la lentitud con que progresa en España la verdadera filosofía,
puesto que, acostumbrados a sacar de quicio las cosas, con imágenes acumuladas en torno a las ideas más
sencillas, y complaciéndose en todo lo que tenga algo de maravilloso: rodean de misterio el santuario de la verdad
y lo hacen inaccesible.