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En cambio los españoles han conservado hasta nuestros días algunas de sus antiguas virtudes, especialmente la resistencia al sufrimiento físico y la sobriedad. La una los hace constantes en sus empresas, infatigables en sus trabajos; la otra los preserva de los excesos que tan corrientes son en el resto de Europa. Sin pretender con esto quitarle mérito, diré que esta última condición se debe en gran parte a su constitución física y a la calidad de sus alimentos. Sus cuerpos robustos y nervudos, resecos y endurecidos por un clima ardiente, soportan mejor la privación y la superabundancia de alimentación. La carne de los animales, al menos en el sur de España, contiene, en el mismo volumen, más elementos nutritivos que en otros países. Sus legumbres, menos esponjosas que en los países en que es más bien el agua que el sollo que las hace crecer, contienen sustancias más nutritivas.

En cuanto a las bebidas alcohólicas, la sobriedad de los españoles se debe también en gran parte a la naturaleza que, empleando siempre los medios más adecuados para conseguir sus propósitos, les ha dado una constitución física proporcionada a la fuerza de los vinos que produce su suelo, mientras que los extranjeros no pueden permitirse impunemente beberlos en abundancia. Sé de ejemplos notables y frecuentes. En menos de seis años he visto perecer a siete u ocho de los criados que el embajador Montmorin trajo consigo y que bebían el vino de La Mancha como si hubiesen bebido los ligeros vinos franceses. Estaban en un estado de embriaguez casi continua y cada día más desmejorados. Los españoles, bebiendo lo mismo, no sufren tales molestias. Es rarísimo ver a un borracho, y cuando se encuentra por la calle a un soldado embriagado se puede apostar diez contra uno a que es un extranjero, y veinte a que es un suizo.

Hagamos constar a este respecto que la sobriedad es corriente en los pueblos meridionales, como lo es la intemperancia en los países nórdicos, y que los que más se entregan a los excesos de la bebida son los que no cultivan en su propio suelo los licores que los embriagan, como si la naturaleza, que puso a su alcance los medios de aplacar su sed y alimentarse y les dotó de órganos adaptados al uso de esos medios, quisiera castigarlos por ir a buscar lejos de su país bebidas y alimentos creados para otros seres humanos. Otras circunstancias ocultan a menudo la evidencia de este hecho, pero un observador atento encuentra con facilidad su pista.

Los españoles no perdonarán si considero su sobriedad simplemente como una virtud del clima. ¿Acaso no es tratarlos como a otras naciones, como a todos los individuos de la especie humana? Todos ellos deben también sus cualidades a su educación, a su estado, a la costumbre, al ejemplo, a otras causas exteriores. ¿Y no es ya un mérito el no oponerse a esas influencias bienhechoras?

Los españoles pueden enorgullecerse de haber vencido las influencias que pudieron conducirles a ciertos excesos. Me refiero sobre todo a una depravación condenada por la naturaleza, depresiva para el bello sexo y demasiado corriente entre los pueblos meridionales. Eso es absolutamente desconocido en España.