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El primer alto de la diligencia después de salir de Irún es en Tolosa. Algunas leguas después se atraviesa la villa de Alegría, luego Villafranca, donde se cambia el tiro, y más tarde Villarreal y Mondragón. De Mondragón a Vitoria quedan aún cinco leguas largas que se pueden recorrer en menos de cuatro horas, aunque hay que subir la penosa cuesta de Salinas, que debe su fama a más de un accidente. Después de pasar el pueblo de Salinas, se continúa subiendo; luego desciende; volvemos a subir y a bajar; pero los montes que atravesamos tienen ya menos altura. Por fin, ya en terreno llano, se llega a Vitoria, capital de la provincia de Álava. Situada en el centro de una llanura muy bien cultivada, en que abundan los pueblos y aldeas, la ciudad presenta construcciones deficientes y sus calles mal pavimentadas, pero se advierten pronto señales de industrias y de actividad económica.

Al salir de Vitoria se encuentra a la derecha el río Arriaza, que atravesamos sobre un puente de piedra. Pasamos luego La Puebla y Armiñón, para llegar a Miranda, villa situada cinco leguas de Vitoria y partida en dos por el Ebro . Este río, en el antiguo límite meridional de las conquistas de Cario magno, como lo fue de las nuestras en 1795, es uno de esos temas que la magia histórica monumentaliza desmesuradamente y que luego se nos ofrecen inferiores a su reputación. Claro que en Miranda se ha distanciado aún mucho de su cuna, pero lo cierto es que el Ebro, que atraviesa de noroeste a sudeste la mayor parte de España, no ha sido hasta el presente navegable. Lo cruzamos en Miranda sobre un puente bastante hermoso. Poco después se divisan las altas rocas de Pancorbo, cuya pintoresca agrupación ha hecho tomar el lápiz a más de un viajero. Después de pasar varios pueblos, recorremos las vastas llanuras que nos separan de Briviesca, villa no muy grande, amurallada, con cuatro puertas simétricamente dispuestas.

En 1777 y en 1785 encontré a Briviesca triste, sin verdor alguno, digna, en una palabra, de la árida Castilla. En 1792 me pareció que había ganado algunos huertos y jardines, y no es éste el único cambio ventajoso que advertí en mi segundo viaje. De Briviesca a Burgos hay seis leguas a través de una de las comarcas más áridas y desoladas de Europa; se pasa
por dos de los pueblos más abandonados de España: Monasterio y Quintana, cerca del cual se atraviesa un puente de piedra bastante hermoso.

Al salir de Burgos volvemos a encontrar el Arlanzón, y sin perderlo casi de vista llegamos a Villodrigo, aldea miserable, pero graciosamente situada en su orilla derecha, en el fondo de amplia llanura en que verdean algunos viñedos raquíticos. Se encuentra a continuación el Pisuerga, otro río humilde que fluye de norte a sur y cuyas aguas debían servir para el Canal de Castilla que se proyectó e inició durante el reinado de Fernando VI y fue casi abandonado luego, con gran perjuicio para Castilla la Vieja, a la que hubiera proporcionado manera de dar salida a sus productos, y aun de multiplicarlos. Este canal debía comenzar en Segovia, seguir el curso del Eresma, que da sus aguas al Duero, y subir luego hasta Reinosa, recibiendo las aguas de los arroyos que hallara en su avance. De Reinosa al puerto de Santander no hay más que unas veinte leguas que se pueden recorrer sobre un camino espléndido, construido con el propósito de facilitar la proyectada salida al mar de los productos castellanos, pero que ya estará hecho una ruina cuando se terminen las obras del canal. En 1792, la magnífica carretera que yo seguía desde Irún acababa en el pueblo de Estépar; desde entonces ha ido hasta más allá de Valladolid varias leguas.

Siguiendo siempre al Pisuerga, y tras haber transpuesto dos cerros escarpados, se encuentra Quintana de la Puente, Torquemada y Magaz, donde el Arlanza une su caudal con el Arlanzón. Un poco más lejos, en las cercanías de Dueñas, estos dos ríos se unen al Pisuerga, y luego al Carrión. Juntos los cuatro, y con el nombre de Pisuerga, rodean Valladolid antes de ir a perderse en el Duero. Sin las arboledas que de cuando en cuando marcan el curso del Pisuerga, habría pocos paisajes tan tristes y monótonos como el que se extiende entre Villodrigo y Dueñas. Antes de coronar el cerro sobre el cual está situado el último de estos pueblos, se ve a la izquierda un gran convento de benedictinos, llamado de San Isidro, situado enfrente de un camino nuevo, empezado en 1784 por el intendente de Palencia, y uno de los mejor construidos de Europa. Este camino, emprendido cuando el proyecto de hacer por fin practicable la carretera real de Francia sólo estaba esbozado, fue construido a expensas de las localidades cercanas y podría ser tomado como modelo en otros países.

Ocho leguas de terreno arenoso separan Valladolid de Olmedo. A mitad de camino se pasa por Valdestillas, pueblo de 250 vecinos donde en 1792 me alojé en casa de un labrador cuya vanidad nobiliaria era digna de un personaje de comedia. Su noble alcurnia era indudable; y me lo quiso probar con una especie de certificado que su abuelo, procedente de Vasconia, obtuvo de la Cancillería de Valladolid. Entre otras misiones tienen esos tribunales la facultad para dictaminar acerca de la validez de los títulos nobiliarios y expedir en su secuencia un certificado que se llama ejecutoria. Hay incluso en cada uno de ellos una cámara cuya principal ocupación es ésta, y por ello recibe el nombre de Sala de hijosdalgo (de algo), de donde, por corrupción, ha surgido la palabra hidalgo, que en castellano equivale a noble. Mi hostelero ilustre me dijo también que en Valdestillas había una veintena de hidalgos como él, pero que no tenían tan en regla sus papeles. Sin embargo, no creyó rebajarse hablándome de cuánto rentaban las tierras de su señor, que producían, como todas de la comarca, vino abundante. Así es como en España (y en otros países) la vanidad pacta con la bajeza. Es todo lo que se nos ocurre decir acerca de Valdestillas.

Olmedo está situado sobre una eminencia. Esta ciudad, antigua plaza fuerte, conseva aún un recinto amurallado de cerca de tres cuartos de legua. Su interior corresponde a una ciudad arruinada, sin vecindario apenas y sin industria. Ninguna otra me ha causado tal impresión de abandono y miseria. Desde Olmedo se puede ir a Madrid o a Segovia, según se tome la derecha o la  izquierda. En el primer caso después de pasar por siete u ocho aldehuelas, se llega a Sanchidrián; en adelante, hasta Madrid, la carretera es magnífica pero la comarca que atraviesa hasta Guadarrama es una de las más agrestes de Europa. Desde la cima de las montañas que separan ambas Castillas se ofrece a nuestros ojos la inmensa llanura de la Nueva y tras un largo descenso llegamos al pueblo de Guadarrama, distante siete leguas de Madrid. Tenemos El Escorial a dos y a siete San Ildefonso, al otro lado de la cordillera que acabamos de transponer. Nada en Guadarrama nos indica la cercanía de la capital y de las residencias de los reyes de España. Viendo la distribución y pobreza de su caserío diríase que sólo se acercan a Madrid peregrinos y carreteros.