Tratar de explicar la disolución de costumbres es confesar que existe. La depravación amorosa llega en España hasta el escándalo y a menudo el sexo destinado por la naturaleza para esperar el placer lo provoca. No es raro recibir por escrito la expresión de deseos inspirados inadvertidamente, y la vida licenciosa no se corrige ni con los horrorosos resultados que la hacen expiar. Este horrible regalo del Nuevo Mundo al antiguo es en España patrimonio de familias enteras y fácil es darse cuenta de ello al advertir habituado, es terriblemente activo para con las personas nacidas en otros climas, y aunque mil encantos atraen junto a las bellezas que me complazco en elogiar, tan fatales consecuencias explican y justifican el saludable temor con que más de un extranjero cauto procura escapar a su yugo.
La depravación de costumbres no es tanta como se complacen en afirmar los libertinos, siempre exagerados en sus indiscreciones. Hay, incluso en Madrid, muchos matrimonios ejemplares, esposos fieles, mujeres que serían citadas en todas partes como modelos de honestidad y recato. Las jóvenes, aunque generalmente poco reservadas en sus maneras, dan mucho menos de lo que placeres tan vergonzosos como fáciles son frecuentes para quienes las buscan, la prostitución no tiene por lo menos la misma la persigue a veces hasta en sus más ocultos escondrijos. Y, cosa singular en un país donde tan común es la vida disipada y donde hay tanto rico ocioso: no se da el tipo de cortesana que ostente con lujo el salario de su lubricidad. Entre los grandes personajes que en otras partes alardean de la corrupción que su opulencia les permite mantener se conserva aún una especie de pudor en el desenfreno, y el misterio embellece hasta los amores más vergonzosos.
Tengo que añadir todavía, en honor del bello sexo español, que las mujeres no se permiten en sociedad familiaridades que en otras naciones, en que los sentidos no se inflaman tan súbitamente, se ven con indiferencia. Esta desconfianza de sí mismas es por lo menos un tributo que su debilidad paga al pudor y, por ejemplo, no se dejarían dar en público ni el más casto de los besos. Los besos que en algunas de nuestras comedias se ofrecen sin malicia ante los espectadores, están severamente excluidos del teatro español.
Voy a referir un rasgo quizá sin importancia, pero es prueba de la excesiva delicadeza, que hace extraño contraste con ciertas costumbres a menudo groseras y a veces repulsivas. Todo extranjero que haya viajado por España, y especialmente por Castilla, habrá observado esos grupos de gente del pueblo que, sentados al sol, entretienen su pereza matándose los piojos. Entre amantes de esta clase es una demostración de mutua ternura. Pues bien, al verter al español nuestra obra Le Tomboir, el escrupuloso traductor no se atrevió a incluir el beso furtivo que originaba el desenlace. ¿Con qué lo ha ido a sustituir? En la escena decisiva, mientras el maestro tonelero está ocupado en el interior de su taller, el amigo entra a hurtadillas y se sienta en el suelo, a los pies de la ingenua Fauchette, quien, con sus dedos deliciosos, limpia la cabeza del afortunado rival. En esta situación de conmovedora familiaridad, mientras los dos amantes prueban de manera tan inequívoca su mutua ternura, son sorprendidos por el viejo celoso.
Volviendo al tema de que esta digresión nos ha apartado, diremos que, si la mujer española no recibiría en público el más casto de los besos, con tal que no se acerque uno demasiado a ella, admite y hasta inicia esas provocaciones de que en otras partes se escandaliza la decencia. En la conversación, perdonan fácilmente los equívocos, los retruécanos salaces y las indiscreciones. He visto acoger, y hasta permitirse, un lenguaje que hombres poco delicados hubiesen reservado para sus orgías, como también entonar canciones de una inconveniencia sorprendente. Más de una vez quedé asombrado ante los relatos obscenos de ciertas mujeres «de buena familia». Incluso he oído a algunas complacerse en referir pormenores de sus voluptuosidades y parecer sorprendidas ante la confusión de sus oyentes. Las mujeres que permiten o se permiten esas libertades de lenguaje no son ciertamente más seductoras por eso, pero tampoco son más fáciles de seducir.