la guitarra
En España, en donde quiera y como quiera que se oyen los tentadores acordes, en seguida se reúne un grupo de todos sexos y edades, al que atrae la musiquilla como a un enjambre de abejas. La guitarra forma parte integrante del español y de sus canciones; se la echa a la espalda con una cinta, lo mismo que se ve en las pinturas egipcias de hace cuatro mil años. Los ejecutantes, casi nunca son músicos expertos: se contentan con tañer la guitarra, rasgueando las cuerdas con toda la mano, o floreando, y golpeando la caja con el pulgar, en lo cual son muy expertos. Alguna vez, en las ciudades, surge un individuo que domina más este ingrato instrumento, pero el intento resulta mal.
La guitarra no se presta bien a las palabras italianas y a las melodías primorosas, que nunca hacen felices ni a los oídos ni a los corazones españoles; pues a semejanza de la lira de Anacreonte, por muy a menudo que cambie la cuerda, el amor, el dulce amor, es su único tema. La gente ajusta la tonada a la canción, que muchas veces son improvisadas tanto la una como la otra. Balbucean la cadencia, por no decir los versos; pero su espléndido idioma se presta a una gran prodigalidad de palabras, trátese de verso o prosa, y ni uno ni otro son muy difíciles, ya que el sentido común no es un expediente necesario para su composición; de manera que el lenguaje ayuda al fértil ingenio de los indígenas; las rimas se pasan por alto a voluntad o se mezclan caprichosamente con asonantes, que sólo consisten en la repetición de las mismas vocales, sin cuidar de las consonantes, y aún eso, que difícilmente contenta a un oído extranjero, no siempre se observa; un cambio de entonación o unos golpecitos de más o de menos en la caja, hacen el avío, vencen todas las dificultades, constituyen una ruda prosodia e inducen a la música, del mismo modo que los ademanes llevan al baile y a las coplas que se cantan bailando, y que cuando se oyen inspiran recíprocamente el deseo de castañetear los dedos y de bailar el zapateado, como si se tuviera el mal de San Vito; y no nos dejarán mentir los que aun tengan en los oídos las habasverdes, de León, o la cachucha, de Cádiz.
Las letras destinadas a poner toda esta zambra en movimiento no están escritas para los fríos críticos británicos. Lo mismo que los sermones, sólo son para hablados, y nunca debe sometérselas a la desencantadora prueba de la letra de molde; y aun las que son francamente serias, y no sólo para pretexto del baile, son escuchadas por los presentes, acordándolas a lo que les pide el oído, anticipándose al asunto y respondiéndole, e influidos en todo momento por sus prejuicios. Lo mismo ocurre con un público británico alucinado por la ópera, que, siendo sensible para otras cosas, tolera, no obstante, los dislates que en ella se dicen:
Where rhyme with reason do ea dispense, And sound has right to govern sense
Para poder sentir todo el encanto de la guitarra y de las canciones españolas han de oírse a una vivaracha andaluza, esté o no adoctrinada en el arte; ellas manejan el instrumento como la mantilla o el abanico; dijérase que forma parte integrante de su ser y que tiene vida, pues realmente todo ello requiere una gracia y un abandono que no es fácil hallar en las mujeres de climas del Norte o de zonas más encorsetadas. Así no es extraño que uno de los padres de la Iglesia dijera que preferiría oír cantar a un basilisco que a una de estas mujeres. En cambio, no tienen gracia ninguna para el piano, que muy pocas españolas tocan ni medianamente, y lo mismo les ocurre con el canto: cuando se lanzan con Adelaida u otra cosa sublime, bella y seria, el fracaso es absoluto, mientras que si no salen de su terreno triunfan por completo; las palabras de sus coplas se les ocurren, como a Teodoro Hook(1), en un santiamén y aluden a incidentes y a personas presentes; algunas veces están llenas de intención y double entendre; y a menudo cantan lo que no debe hablarse, y por los oídos roban los corazones, como las sirenas, o como Cervantes dice: cuando cantan, encantan. Otras veces sus canciones son poco más que aleluyas sin sentido, donde la rima hace caso omiso de la razón y el sonido tiene derecho a regir el buen sentido, con las cuales los oyentes también quedan tan satisfechos, pues como Fígaro dice: ce qui ne vaut pas la peine d'être dit, on le chante. Es muy raro encontrar una buena voz, lo que los italianos llaman novantanove, noventa y nueve por ciento; nada hay que haga peor impresión al viajero que las voces chillonas de las mujeres; pero, a pesar de eso, estas canciones, desde la más remota antigüedad, han sido el encanto del pueblo, han templado el despotismo de la Iglesia y del Estado y han mantenido la resistencia nacional contra las agresiones extranjeras.
En España hay muy poca música impresa; casi todas las tonadillas y coplas se venden manuscritas. A veces, para los más ignorantes, las notas se representan por números, que corresponden al número de las cuerdas.
Las mejores guitarras del mundo son las hechas en Cádiz por la familia Pajez, padre e hijo. Como es natural, un instrumento tan en boga ha sido siempre en la bella Bética objeto de la más grande atención; en el siglo XVII las guitarras sevillanas se hacían de la forma del pecho humano, pues decían los arzobispos que las cuerdas correspondían a las pulsaciones del corazón: a corde. Los instrumentos de los mozos andaluces estaban encordados según esas significativas fibras cardiarias; Zariab reformó la guitarra añadiéndole una quinta cuerda de brillante rojo, que representaba sangre, mientras que la prima era amarilla, para representar la bilis; y hoy en día, en las orillas del Guadalquivir, cuando el manto de la noche atrae al embozado galán, el carmíneo corazón femenino se liquida con más seguridad que si estuviera puesto a la parrilla, y si la serenata se alarga no hay marido que no trague bilis.
Sea ello como quiera, las melancólicas armonías de estas orientales cantinelas producen aún efecto, a pesar de su antigüedad, y es que ciertos sonidos tienen una misteriosa aptitud para expresar ciertos estados de ánimo, en relación con cierta simpatía inexplicada que existe entre los órganos sensitivos y los intelectuales, y cuanto más sencillos son esos sonidos puede afirmarse que son más antiguos. Las melodías aderezadas son una invención italiana moderna, y aun cuando en países de mayor tráfico y melindrería lo convencional haya arrinconado a lo nacional, en España la moda no ha hecho desaparecer las viejas tonadillas. Estas no las enseñan las orquestas, sino que, lo mismo que el canto de los pájaros, se aprenden en la cuna. Los españoles son músicos sin tener idea de la armonía, del mismo modo que son guerreros sin ser militares, y bailarines sin ser garbosos; son la primera materia de hombre producida por la naturaleza y se tratan a sí mismos como tratan a los productos en bruto de su suelo, dejando al extranjero el cuidado de pulirlos y darles forma artística.
El día en que el español sea un violinista científico, o un buen fabricante de hilados, perderá todo su encanto; por lo tanto debe cerrar los oídos a los moralistas y a los sociólogos que tratan de abolir la guitarra, por que pretenden que ella ha causado más males a España que el pedrisco o la sequía, por haber fomentado prodigiosamente la pereza y los amoríos, con lo cual han mandado a su tierra el azote de una mayor cantidad de expósitos que de hombres acaudalados; pero, ¿cómo pueden evitarse estas calamidades, si el diablo cuelga de un clavo en todas las casas ese fatal instrumento? Nuestros inarmónicos labradores y sosegados artesanos son presentados por los misioneros de Manchester como ejemplo de laboriosidad ante los ojos de los majos y manolas de España: «Ved cómo trabajan doce y catorce horas diarias», les dicen. Pero estos filántropos deben recordar que son muy distintas las circunstancias, pues nuestros obreros no tienen ninguna distracción, fuera de la taberna o capilla, y, por lo tanto, no saben qué hacerse cuando están ociosos, situación que para, la mayor parte de los españoles es un goce anticipado de la bienaventuranza celestial, mientras que el trabajo, que se piensa en Inglaterra que es la felicidad, es para ellos como una condena a trabajos forzados. Ni puede negarse que la facilidad que hay en la Península de andar de francachela, y las uvas, la guitarra, los cánticos, bailes y demás facilidades para divertirse que proporciona el hermoso clima, conspiran contra la laboriosidad tenaz, resuelta y violenta de que dan ejemplo en el mundo nuestros obreros en todo lo que emprenden, si se exceptúa el baile y la música.