Cosas de España

El país de lo imprevisto

Richard Ford (1830-1833) Grabados: Gustavo Doré

 

sangre azul

Si los anatomistas iberos no descubrieron su circulación, los reyes de armas han adornado su blasón, como nosotros a nuestros almirantes, con todo el primor del colorido heráldico. Sangre azul es el licor de los semidioses que corre por las venas de los grandes y de los más nobles, cuyo orgullo consiste en ser «un verdadero hidalgo, sin mezcla de sangre de judíos o de moros», alarde que, al igual de muchos otros, necesita confirmación, pues en la mano de cualquier mujer está el contaminar la sangre de Carlomagno; y la naturaleza, que no puede ser mixtificada, ha estampado en sus semblantes la muestra del origen híbrido, y particularmente de estos mismos y aborrecidos linajes; y de este tinte de celestial azul proviene el llamar de sangre azul en España a la flor y nata del universo, a la haute volée, que se encumbra sobre los vulgares mortales. La sangre roja es la que corre por las venas de los hidalgos pobres y los segundones, y apenas se la tiene en cuenta, a no ser por las madres juiciosas que tienen hijas casaderas. La sangre, la sangre ordinaria es la roja arcilla que colorea la mejilla del labrador y del plebeyo; y posee o debe poseer una incompatibilidad perfecta con el fluido mejor coloreado y una propiedad anti-amalgamadora, como el aceite o como el vinagre.

Hay más diferencia, según dice Salario, entre esas sangres que entre el vino rojo y el del Rin. Pero estos y otros sueños son metáforas heráldicas, pues el rosado torrente, burlándose de heraldos y reyes de armas corre inversa y perversamente; en las venas del fornido arriero la sangre es lava de salud y energía, mientras que en el memo barón o marqués se estanca en el torpe letargo de un colapso azul. Su noble sangre está virtualmente más empobrecida que sus rentas nominales, pues la operación de transmitir sangre saludable de unas venas jóvenes a un cuerpo viejo, tan practicada en otras partes, es demasiado refinamiento para la sangre azul y los Sangrados españoles; el fino fluido no se enriquece nunca con la adiposa heredera de un magistrado ni la decaída cepa genealógica es renovada por el dorado injerto de la hija única de un banquero. Los insignificantes grandes de España permitieron tranquilamente que Cristina hollase sus libertades patrias, y sólo protestaron cuando los hijos que ella tuvo del plebeyo Muñoz se interpusieron entre ellos y su nobleza, siendo, pues, indiferentes ante la degradación del trono y ridículamente puntillosos para los prejuicios de su clase. Esas damas peninsulares que tienen la sangre azul y la cabeza en blanco, son igualmente difíciles en lo que se refiere a la mezcla de ella, aunque sea por el himeneo; se cuenta que habiendo ocurrido que una de ellas mezclara, en un momento de debilidad, su color azul con otro algo pardusco, alegó en excusa que lo había hecho por salvar su reputación. «¡Qué disparate, señora mía!», fué la respuesta de su bella confidente; «diez bastardos no hubieran empañado tanto el brillo de vuestro linaje como un hijo legítimo habido en un matrimonio tan desigual».

Pero volvamos a nuestros colores: la sangre negra es la ruin pez, infernal vileza que se encuentra en los esqueletos de los moros, judíos, gentiles, luteranos y otros herejes combustibles, cuyos cuerpos quemaba el Santo Tribunal por el bien de sus almas. Es más, en el caso de los hebreos se supone que, además, esta sangre negra hiede; de donde viene el que los judíos fueran llamados por los doctos latinistas putos, quía putant; y no se puede negar que en Gibraltar los hijos de Israel no huelen a rosas, aunque para narices heterodoxas o no heráldicas no huelan menos mal los creyentes frailes españoles. Recientemente se ha asignado el color negro a la sangre de los enemigos políticos, y la constante panacea de todos los Sangrados militares ha sido un abundante «derramamiento de vil sangre negra». ¡Cómo se tocan los extremos! Así esta aristocracia del color que en la vieja y despótica España se sitúa en las venas, la coloca la joven y republicana América en la piel, porque, ¿cuál será el libre y sencillo yanqui que reconozca un hermano en un negro?

 

la tienda de Fígaro

Pero volvamos a nuestro Fígaro. Es muy difícil confundir su tienda con otra, pues aparte de las señales exteriores que anuncian las finas artes que se practican dentro, su umbral es el punto de reunión de todos los desocupados, así como de los que desean limpiar sus caras del espeso rastrojo que en ellas ha crecido durante tres días. La barbería ha sido, desde los tiempos de Salomón y de Horacio, el centro de las noticias y de la murmuración, de la sátira y del epigrama, como lo fue la tienda de Pasquino, el sastre, en Roma. Es el Círculo de las gentes humildes que se sitúan aquí y escuchan, liados en sus capas como romanos, a algún lector de la Gaceta que, con su cigarro, representa a la moderna civilización, y se consuela con vanos humos.


 

el barato

Es asimismo un cuadro de escándalo, pues todo el que haya vivido íntimamente algún tiempo entre españoles sabe lo aficionados que son a despellejar al vecino en cuanto vuelve la espalda, y que a veces las gentes bajas usan cuchillos más afilados aún que sus lenguas. También acuden jugadores que, sentados en el suelo con cartas de color de tierra, siguen las peripecias del juego, como si de él dependiera la vida, cosa que algunas veces ocurre, pues nunca falta un guapo que llegue y, apoderándose de las cartas, diga: Aquí no se juega más que con mí baraja. Si los jugadores se acobardan, cada uno le da una perra chica; pero si uno de los desafiados es un espíritu rebelde, suele retarle diciendo: Aquí no se cobra el barato sino con un puñal de Albacete. Si el otro acepta el reto, contesta: Vamos allá; y entonces se acaba el juego y todos se disponen a presenciar un écarté más interesante. Se han dado casos, cuando un bribón se encuentra con otro, de atarse los dos pies, que avanzan para luchar, y haber esgrimido el cuchillo y la capa durante un cuarto de hora antes de asestar el golpe. El cuchillo se empuña firmemente, apoyando el pulgar en línea recta contra la hoja, y calculándolo según sea para cortar o para pinchar.

La palabra barato significa propiamente la propina que se da al mozo que trae una baraja nueva. Se deriva del árabe baara, «don voluntario»; por corrupción, baratero viene a significar un don involuntario. El término legal inglés barratry se deriva del medieval barratería, que quería decir fullería en el juego. Cervantes sabía muy bien que baratar, en español antiguo, era cambiar de mala fe, escamotear, vender una cosa por menos de su valor, y por eso llamó ínsula Barataria al imaginario gobierno de Sancho. El baratero es una cosa peculiar de España, donde se da mucha importancia al valor personal, y los hay en todos los regimientos, en las cárceles, en los barcos y hasta entre los galeotes.

 

barbero, o loco o parlero

El interior de la barbería es, igualmente, una cosa de España. Su vecina puede jactarse de ir a la cabeza de Europa en las artes del peinado y de esquilar a los perros de agua; pero Fígaro se ríe de su civilización y no hay gato que tenga las orejas y el rabo mejor afeitados que el suyo.

Las paredes de su sala de operaciones están pulcramente blanqueadas; en una percha se ven colgados su capa y su sombrero de catite; la anaquelería está adornada con pintadas figuras de yeso de pintorescos truhanes, ataviados con todos los trajes andaluces: bandidos, toreros y contrabandistas, todos los cuales, especialmente los últimos, son más populares que cualquier enlevitado ministro. Animan las paredes toscas estampas de bailes de fandangos, milagros y corridas de toros, que deleitan tanto a las clases populares españolas; son muy aficionadas, como las nuestras, para las notabilidades del pugilismo y de los deportes. Y a menudo tampoco falta el retrato de su morena. Junto a éstas se ven imágenes de la Virgen (pues en España la religión se mezcla a todo), y los santos patronos, con pilitas de agua bendita y alumbrados constantemente por una lamparita de aceite. Antiguamente ningún barbero empezaba un trabajo, bien fuese sangrías, o afeitar, o sacar una muela, sin hacer la señal de la cruz. Santificados de esta manera, los utensilios para su arte están en perfecto orden; su espejo, jabón, toalla, correa, y la guitarra, que con la navaja constituyen el género barbero. Decía Don Quijote de estos notables que eran, o guitarristas, o copleros; o inventan coplas, o acompañan a los cantantes con la guitarra. Por eso Quevedo, en las Zahurdasde Plutón, castiga a los malos fígaros colgando cerca de ellos una guitarra, que les atormenta por no poder tocarla y se aleja cuando quieren cogerla.

Pocos son los españoles que se afeitan solos; lo consideran demasiado mecánico, y, como los orientales, prefieren la «navaja alquilada»; y como eso tiene que pagarse, es raro el que se permite el lujo de afeitarse a diario. Don Quijote advertía a Sancho, cuando fue a gobernar la ínsula, que se afeitara por lo menos un día sí y otro no, si quería tener apariencia de caballero. La palidez típica de los españoles se acentúa más por el contraste con las cerdas negras de la cara. Elfígaro de hoy se viste con arreglo a la moda, en que aparece en los escenarios transpirenaicos; siguiendo los buenos consejos de Galeno, tiene cuidado de no alarmar a sus pacientes con un traje lúgubre. A su alrededor no hay nada negro ni que recuerde la sepultura: va lleno de borlas, tejuelos, colorines y bordados; a cada paso dice agudezas y cuchufletas; nunca está quieto; siempre inquieto, miente y enjabona, hace la barba o una zapateta, acá y acullá y en todas partes: Fígaro la, Fígaro qua. Si tiene un momento libre de rapar barbas o de liar pitillos, descuelga la guitarra y canta la seguidilla de moda, desechando así las preocupaciones, que son enemigas de la música alegre. Desempeña sus deberes profesionales mucho mejor que su rival el cirujano, y al mismo tiempo no descompone el cuadro si toma parte en una función de aficionados, pudiéndose decir que representan más funciones los barberos en Sevilla que en muchos teatros de Europa.

Según reza el proverbio: Los barberos, o locos o parleros, y por eso, el autócrata andaluz Adriano contestó cuando le preguntaron cómo quería que le afeitaran: «en silencio». El común de los mortales tiene que soportar la charla del fígaro mientras le sirve, sin ni siquiera poder responder, pues no es cosa fácil sostener una conversación sentado en el sillón de la barbería con las mejillas enjabonadas y las narices entre un índice y un pulgar. Según se dice, los barberos españoles aprenden su oficio en la cabeza de los hospicianos, y a aquel de que hablaba Marcial nada escapó de sus manos, a no ser un cauto macho cabrío. Los experimentos en las venas y en la boca de los pacientes son muchas veces cómicos, pero otras son bastante serios, como podemos afirmar por triste experiencia propia, pues tuvimos la poca precaución de dejar en España dos muelas de juicio como reliquias, recuerdos y trofeos de la implacable hazaña de Fígaro. No nos queda ya sino recordar su existencia y que eran de más valor que las perlas de las orejas de Cleopatra que disolvía en sus gazpachos. «Una boca sin muelas decía Don Quijote, es peor que un molino sin piedra». Y el caballero tenía razón.