el día de los difuntos
El triste noviembre trae consigo otras solemnidades fúnebres, muy en armonía con la caída de las secas y amarillas hojas, que Homero compara con las generaciones de la humanidad mortal. La noche antes del 1° de noviembre, o sea de la fiesta de Todos los Santos, en España se pasa en vela, y es la indicada para los misterios y adivinaciones, pues en ella las impacientes mozas casaderas acostumbran sentarse en el balcón para ver si pasa o no pasa la imagen de los destinados para maridos suyos. El primero del citado mes se dedica a todos los santos, y el 2º a las almas del purgatorio, llamándosele el día de los difuntos, y es rigurosamente observado, en particular por los que han perdido algún pariente o amigo durante el año, ¡y cuán pocos se exceptúan! Desde el amanecer todas las campanas lanzan al viento un lúgubre tañido para recordar a los que no han de acudir ya a sus llamadas, y se visitan los cementerios.
En Sevilla se solían ver largas procesiones de mujeres vestidas de negro, que, con lámparas encendidas, montadas en unos palos, andaban lentamente dando vueltas, musitando rezos melancólicos, y volvían al anochecer, formando una larga hilera de brillantes luces. Las sepulturas son visitadas durante el día por los que toman un triste interés en los ocupantes, y se colocan lámparas y coronas de flores en testimonio de cariño, y se rocían con agua bendita, cada gota de la cual tiene la virtud de librarles de alguna de las llamas del purgatorio. Estas pintorescas costumbres recuerdan a la vez el Eed es Segheer del Cairo moderno, el feralia de los romanos, el Nel1eclla de los griegos; aquí están las ofertas de flores de Electra, el funes assensi de los griegos, y las antorchas funerales de los paganos, en vano prohibidas a los cristianos españoles por su antiguo Concilio de Illiberis. En Navarra y provincias del noroeste de España se hacen ofertas de pan y de trigo, que se llaman robos y que son lo mismo que los dones ofrecidos por el descanso de las almas de los difuntos por la gente piadosa de la antigua Roma.
Como en el día citado el cementerio se convierte en el sitio de recepción pública, muy a menudo parece más bien un alegre paseo de moda que un acto triste y religioso. La liviandad de los meros curiosos y de la multitud contrasta violentamente con la tristeza de los realmente acongojados. Pero la vida en este mundo se impone a la muerte y la alegría sigue de cerca al dolor; el sitio está lleno de mendigos, que apelan a la orden del día e importunan todos los piadosos recuerdos, pidiendo por el alma del llorado muerto. Fuera de los tristes muros todo es vida y alegría, pues hay un ruidoso comercio de dulces, castañas y chucherías, un estrépito de coches y caballos y un torrente y baraúnda de juramentos de los que cuidan de ellos, que seguramente no será del agrado de las benditas ánimas del purgatorio, por las que todas las clases españolas manifiestan tanto interés y cariño.
Ya hemos visto cómo se da tierra al cuerpo del ortodoxo castellano; en cuanto al alma, si va al purgatorio, se considera desde luego salvada, pues es seguro su admisión en el Paraíso al expirar el término de castigo, es decir, «cuando está purificada de los crímenes cometidos en carne humana», como dice el fantasma en Hamlet, que no había olvidado su Virgilio. Si el docto objeta a un clérigo español que todo eso es pagano, se le contestará que puede ir más lejos y pasarlo peor. Tratándose de un verdadero católico, este plazo de trabajos forzados puede ser mucho más corto, pues esto puede hacerse por medio de misas, de las cuales pueden decirse todas las que se quieran, pagándolas previamente. El vicario de San Pedro tiene las llaves que siempre abre las puertas a los que ofrecen el áureo don con que Caronte fue sobornado por Eneas; y así, nada hay más fácil para un creyente rico y juicioso, suponiendo que crea al Papa contra la Biblia, que ir derecho al cielo; tampoco los pobres son completamente relegados al olvido, como puede verse por la infinidad de días de indulgencia que es fácil ganarse visitando cualquier altar de España practicando las más falsas
Un alemán exacto y laborioso calculó que un hombre activo, gastando tres chelines en coche, podía ganar en una hora, visitando varios altares privilegiados en Semana Santa, veintinueve mil seiscientos treinta y nueve años, nueve meses, trece días y tres minutos y medio de disminución de las penas del purgatorio. Estas mercedes fueron ofrecidas por los curas españoles en Sud América, en más grande estilo, adecuado a aquel colosal continente; por una misa sencilla en San Francisco de Méjico, el Papa y los prelados concedieron treinta y dos mil trescientos diez años, diez días y seis horas de indulgencias. Ello constituye un buen medio de sacar dinero; como dice una autoridad en asuntos mejicanos: «yo no daría esta sencilla institución de las misas por las ánimas benditas, por el poder de tributación que posea cualquier gobierno, puesto que no se necesita ningún recaudador y la contribución se paga con la mejor voluntad del mundo, porque, ¿quién no paga para librar a un pariente o a un amigo del fuego eterno?»
El purgatorio ha sido siempre una verdadera mina de oro de Golconda para Su Santidad, pues aun los más pobres tienen un albur, puesto que las personas caritativas pueden librar ánimas anónimas del purgatorio obteniendo un auto de habeas animam, esto es, pagándole al cura una misa. Para esto hay días especiales señalados en el almanaque y que conoce cualquier mozo de posada; pero, además, en las puertas de las iglesias se pone un cartelito con el letrero: Hoy se saca ánima. Por lo general, estos días son más numerosos en primavera, sin duda porque en invierno no es tan molesto estar cerca del fuego.
enterramientos de ingleses, cementerios protestantes
Fuera del seno del Vaticano, sus almas no tienen redención, y dentro de las fronteras de España, difícilmente correrán los cuerpos mejor suerte, si muriesen en aquel ortodoxo país, donde los más avanzados liberales difícilmente tolerarían que se enterrasen los cadáveres de los herejes de negra sangre, pues el trigo no crecería al lado de sus tumbas. Hasta hace poco tiempo, en los puertos de mar se solía enterrar a los protestantes en un hoyo abierto en la playa, más allá de la línea de la marea baja; pero hasta esta concesión a los infieles ofendió a los pescadores semimoros que, en verdaderos creyentes y perseguidores, temían que sus lenguados se envenenaran; a pesar de lo cual no hay marinero ni sacerdote que se niegue a aceptar una moneda inglesa, porque dicen que: El dinero es muy católico.
Afortunadamente, las cosas han mejorado algo en estos últimos años, con respecto a los protestantes, y puede ser un consuelo para los enfermos que son enviados a España para cambiar de clima y que sean exigentes, el saber, en caso de ocurrirles una desgracia, que se permiten ahora cementerios protestantes en Cádiz, Málaga y otras pocas capitales. La historia de la concesión es curiosa, y que nosotros sepamos, nunca se ha contado. En tiempos de Felipe II, los luteranos eran peor tratados que los perros: si se les cogía vivos se les quemaba por orden del Santo Tribunal, y si muertos, los arrojaban al muladar. Cuando en 1622 envió nuestro cobarde Jaime I su pacífica y mal juzgada misión, por la cual se libraba a España de ulteriores humillaciones, Mr. Hole, el secretario del embajador lord Digby, murió en Santander. No se permitió que fuese enterrado y se colocó el cadáver en una caja y se echó al mar; pero apenas se marchó Su Excelencia, «los pescadores», según escribe Somers, «temiendo que mientras el cadáver de un hereje estuviese en el agua no tendrían pesca» lo sacaron, y «el cuerpo de nuestro hermano y compatriota fue abandonado en el campo para pasto de las aves de rapiña». En el tratado de 1630, el artículo 31 determina lo que ha de hacerse con los bienes de los ingleses que mueran en España, pero no dice nada de sus cuerpos. «Estos, dice un comentador de Rymer, tienen que quedar apestando en campo abierto, con el fin de que los perros los encuentren con seguridad. Cuando Mr. Wáshington, paje de Carlos I, murió en Madrid, en la época en que su señor estaba allí, Howell, que estaba presente, dice que, sólo como un favor especial al pretendiente de la Infanta, se permitió que el cadáver fuese enterrado en el jardín de la embajada, al pie de una higuera. Algunos años después, en 1650, fue asesinado Ascham, el enviado de Cromwrell, y su cuerpo fue enterrado en un hoyo, sin ninguna ceremonia; pero el Protector era hombre con el cual no se podía jugar y que conocía perfectamente cómo debía tratar a un Gobierno español, siempre pusilánime y fanfarrón, del cual no se consigue nada con amabilidad y cortesía, cualidades que toma por debilidad, y, en cambio, concede inmediatamente lo que se le exige atemorizándole. Entonces exigió que se estipularan y determinaran las condiciones en que se debía enterrar debidamente a sus súbditos, y el jactancioso Gobierno español accedió inmediatamente, figurando en el tratado de Carlos II, en 1664, y concediéndose después, en 1667, con sir Ricardo Fanshawe.