Cosas de España

El país de lo imprevisto

Richard Ford (1830-1833) Grabados: Gustavo Doré

 

los sacramentos

Pero volvamos al moribundo: si tiene la bula se le da el viático con toda solemnidad. Se conduce al Señor en procesión, con gran acompañamiento de personas que llevan luces, cruces, campanillas e incienso, y, como la casa queda abierta al público, se unen a la comitiva todos los desocupados que la encuentran al paso. El espectáculo es siempre imponente, como debe ser, considerando que se cree que el mismo Dios está presente. Y es particularmente llamativo el Domingo de Resurrección, cuando se lleva el Sagrado Viático a todos los enfermos que no han podido ir a comulgar a la parroquia. Este día el sacerdote va bajo un vistoso palio y en el mejor carruaje de la ciudad; y mientras todos, al pasar él, se arrodillan ante la hostia que conduce, él sonríe interiormente, pensando en el dominio que tiene sobre sus prosternados vasallos; las calles se adornan como para el paso triunfal de un rey vencedor; las ventanas se cuelgan con terciopelo y tapices, y los balcones están ocupados por el bello sexo, adornado con sus mejores galas, que arroja bellas flores al paso de la procesión y más bellas sonrisas durante todo el resto de la mañana a sus adoradores de la calle, cuya múltiple adoración está embargada por las divinidades femeninas.

Morir sin sacramentos es la mayor calamidad que puede suceder a un español, puesto que no puede salvarse mientras que se le enseña que hay en esos actos una propia virtud protectora independiente de ninguna diligencia por parte suya. El viático se suele dar cuando se han perdido ya todas las esperanzas humanas, y la excitación, el calor, el ruido y la confusión, rara vez dejan de matar al ya exhausto paciente. Después, cuando la vida ha salido perezosamente con la última boqueada, se coloca el cuerpo en la capilla ardiente, que es un cuarto dispuesto como una capilla, y despojado de todos los adornos y muebles. Cuando se trata de una familia rica, se habilita para este momento una habitación del cuarto bajo, y en ella se coloca un altar y varias filas de candelabros con velas alrededor del féretro. Entonces se permite entrar a la gente en la cámara mortuoria, aun cuando se trate del rey: así vimos a Fernando VII, en su lecho de muerte, completamente vestido, con el sombrero puesto y el bastón en la mano. Esta exposición pública es una especie de pesquisa judicial; antes, como hemos podido observar en varias ocasiones, se vestía al difunto con un hábito de fraile, con los pies descalzos y las manos cruzadas sobre el pecho; la sombra sepulcral que la capucha daba a las muertas y plácidas facciones, producía casi siempre un solemne e indefinible sentimiento en el corazón de los espectadores, y era como si hablasen a los vivos un lenguaje que no podía ser incomprendido.

Los hábitos de lana de las órdenes mendicantes eran los más populares, por la idea que había de que si eran viejos, estaban demasiado saturados de olor de santidad para las viles narices del demonio; y como uno andrajoso valía a menudo al fraile más de media docena nuevos, la venta de los hábitos viejos era negocio para el piadoso vendedor y comprador; los de San Francisco eran siempre los preferidos, porque en las visitas trienales de este santo al purgatorio, conocía su enseña y se llevaba al cielo a los que lo ostentaban. Por una idea semejante pobló Milton su sombrío limbo con lobos cubiertos con pieles de oveja:

«Who to be aure of Paradise,

Dying put on the robes of Dominick,

or in Franciscan think to pase unscen»(1).

A las mujeres, en nuestra época, las vestían de monjas, llevando también el escapulario de la Virgen del Carmen, que ella dio a Simón Stock, asegurándole que ninguno que muriese con él podría nunca sufrir las penas eternas. Estas graves costumbres, tan generalizadas en España, indujeron a un extranjero de espíritu muy exacto a observar que no moría en España nadie más que los frailes y las monjas.

(1) «Los cuales, para asegurarse el Paraíso, le visten al morir el hábito de dominico, o con el de franciscano piensan pasar inadvertidos».

 

enterramientos

En este cálido país, el entierro sigue inmediatamente a la muerte, y no puede ser de otro modo, pues la descomposición de los cadáveres es muy rápida. Los oficios de difuntos se suelen hacer de una manera un poco indecorosa. Antes se enterraba en las iglesias o en los patios anejos a ellas; pero esta costumbre se suprimió por razones de higiene. Entonces se edificaron unos cementerios públicos, que producen, por lo menos, un cuatro por ciento de interés, en las afueras de las ciudades, donde se ven largas filas de sepulturas abiertas ansiosamente para los que pueden comprarlas, y una fosa grande para los pobres. En este camposanto, la muerte nivela a todos, cosa que no deja de ser dura para los que han construido y dotado capillas, con objeto de asegurarse una sepultura entre sus antepasados. Y, sin embargo, no protestaron de la medida ni se preocuparon gran cosa de los sepulcros arruinados y de las rotas efigies de sus «abuelos tallados en alabastro»; la verdadera oposición la hicieron los curas, que perdían ingresos, y, en consecuencia, aseguraron a su grey que no había resurrección posible para unos cuerpos enterrados en esos nuevos depósitos.

Sea ello como quiera, el cuerpo es conducido en un ligero féretro, acompañado de sus amistades masculinas y colocado luego su nicho sin ninguna otra oración o ceremonia. Las mujeres que mueren poco tiempo después de su boda y antes de que las horas nupciales hayan terminado su danza, suelen ser enterradas con el vestido de novia y cubiertas de flores, como en las recomendaciones que para la hora de su muerte daba la reina Catalina de Aragón a su doncella, en la obra de Shakespeare El rey Enrique VIII:

«When I am dead, good wench, Let me be used with honour; strew me o'er

With maiden flowers, that all the world may know I was a chaste wife to my grave»(1).

En estos entierros se abre la caja al ir a ponerla en la sepultura, para satisfacer la indecorosa curiosidad de la gente, y luego, por toda la ciudad, se habla del modo cómo iba vestido el cadáver, y se discute si el entierro fue o no muy lucido. El sitio reservado para los niños que mueren antes de los siete años está aparte del de las personas mayores. Su temprana muerte debe mirarse en España más bien como una alegría que como una pena, pues los amados de los dioses mueren jóvenes, y los epitafios son una mezcla de dolor y de satisfacción. El párvulo fué arrebatado a la gloria:

«There il beyond the sky a heaven of joy and love, And holy children, when they die, go to that world above»(2)

(1) Deja, querida, cuando muera, que se me hagan honores y que me cubran de blancas flores, para que todo el mundo sepa que fui hasta mi tumba una casta esposa.

(2) Hay más allá del firmamento un cielo de amor y de alegría, y los puros niños, al morir, van a ese lejano mundo.

 

 

el cementerio

Pero como la naturaleza es en todas partes la misma, hemos visto a más de una madre sollozando junto a la tumba de su hijito, y adornándola con rosas y limpiándola de los hierbajos que crecieron en ella. El cuerpo de los pequeñuelos suele ser llevado al cementerio por niños de la misma edad del muerto, vestidos de blanco, y se arrojan sobre el cadáver flores, bellas como ellos, y que, también como ellos, se marchitan y mueren pronto. Los padres vuelven a casa suspirando por el hijo perdido, su cuna queda vacía, no se oye más su llanto, sus juguetes están donde él los dejara, y todo recuerda el cruel vacío que el dolor no puede llenar aunque

«Stuffs out its vacant garments whith its form»(1).

Los cadáveres de la gente pobre, vestidos con los trajes que usaron en vida, son llevados al cementerio en angarillas, a hombros de cuatro individuos, en la manera que describía Marcial: «no van encerrados en inútiles ataúdes», sino que los conducen como al hijo de la viuda de Nain. Algunas veces hemos visto las horribles angarillas a la puerta de una casa, y tenían en la madera la huella de un cuerpo humano, impresa seguramente por los cientos de cargas que se habrían llevado anteriormente. Estos cadáveres son sepultados en la fosa como los de los perros, y muchas veces, desnudos, pues los supervivientes o sepultureros les despojan de sus andrajos. Aquellas gentes tan pobres que no pueden pagar ni los derechos más baratos, cuando pierden un hijo suelen colocarlo en un cesto a la puerta del cementerio. Una vez vimos a un español embozado que paseaba tristemente por el camposanto de Sevilla, y, cuando abrieron la fosa común, sacó de debajo de su andrajosa capa el cadáver de un niño, lo echó al hoyo y desapareció. Y así, medio mundo vive sin saber cómo muere el otro medio.

(1) Rellena con tu sombra los ociosos trajes.

 

el pésame

En las clases acomodadas la verdadera ceremonia del entierro comienza después de dar tierra al cuerpo. El primer paso es hacer una visita para dar el pésame dentro de los tres días de ocurrida la desgracia. La familia está reunida en la mejor habitación de la casa y sentados en sillas, colocadas al fondo de ella, a un lado los hombres y a otro las mujeres. Cuando entran una señora y un caballero, aquélla da la mano a todas las otras señoras, una tras otra, y después se sienta junto a ellas en la silla vacante más próxima; el caballero se inclina ante cada uno de los hombres presentes, los cuales se levantan de su asiento y le devuelven la cortesía con gran gravedad y dando muestras de profunda aflicción. Al saludar a los más interesados en la desgracia, cada uno de los visitantes le saluda con esta frase: Acompaño a usted en su sentimiento, y, mientras tanto, todo el mundo permanece silencioso como si fuera una reunión de enterradores. Después de estar sentados con ellos el tiempo adecuado, se retiran cada uno en la misma forma en que han entrado.

A los pocos días se envía una esquela, en nombre de todos los parientes, participando la muerte a los amigos de la familia y rogando la asistencia a los funerales; estas invitaciones van encabezadas con una cruz, que se llama El Cristus. Antes de la invasión francesa, que no sólo derribó los muros de los conventos, sino que también atacó a las creencias religiosas, se imprimían muchos libros y se escribían muchas cartas encabezadas con este signo. En nuestra época, muchos médicos de Sevilla lo ponían en sus recetas, pues el Cardenal Arzobispo había concedido un cierto número de años de indulgencias a todo los que santificaran con esta señal sus recetas, aunque fueran de sena y ruibarbo. En las esquejas mortuorias, debajo de la cruz, se ponen las letras, R. I. P. A., que significan «Requiescat in pace. Amén». El día indicado, y a la hora precisa, se reúnen las personas que acuden al duelo en la casa mortuoria, y, desde allí, se dirigen a la iglesia. Todos van vestidos de riguroso luto, y antes de los progresos de la civilización y de los paletos, no llevaban capas; y como esto les hacía estar a todos más incómodos que a San Bartolomé sin la piel, era considerado como una prueba de verdadero dolor a los manes del difunto. El quitarse la capa en España es una muestra de respeto, equivalente a quitarse el sombrero entre ingleses. Cuando la comitiva llega a la iglesia es recibida por los sacerdotes, y se celebra la ceremonia con toda solemnidad ante un catafalco cubierto con un paño mortuorio, colocado ante el altar y rodeado de candelabros con velas de cera. Cuando termina el oficio, todos los concurrentes saludan al duelo, que está siempre colocado en sitio aparte, y así termina la tragedia. Los padres no llevan luto por los hijos pequeños, lo cual es una reminiscencia de la superioridad patriarcal romana del cabeza de familia, al cual, si muere, se le rinden todas las muestras de respeto imaginables. La forma y el tiempo del luto están escrupulosamente prescritos y son observados rigurosamente, incluso por los parientes lejanos, que se retraen de toda clase de diversiones:

«None bear about the mockery of woe

To public dances or to private show»(1).

Recuerdo la muerte de una amable y venerable marquesa en Sevilla, precisamente días antes del Carnaval, cuya principal preocupación en sus últimos momentos era el pensar en las muchas jóvenes de su familia que se verían privadas de asistir a los bailes y mascaradas, y ellos, por su parte, estaban interesadísimos en su salud y rogaban ansiosamente a la Virgen que prolongase la vida de la señora siquiera sólo fuese por unas pocas semanas.

(1) Ninguno lleva la mofa del dolor a las danzas públicas o a los espectáculos.