Cosas de España

El país de lo imprevisto

Richard Ford (1830-1833) Grabados: Gustavo Doré

 

ejecución de un bandido

El relato de la ejecución de uno de la partida de José María, que nosotros presenciamos, será un final propio de todo lo que llevamos dicho sobre este asunto, y un acto de justicia hacia nuestras bellas lectoras por estas noticias sobre la perturbación del orden público y por la mala compañía en que las hemos introducido. José de Rojas, más conocido (pues generalmente tienen un apodo) por el mote de El Veneno, a causa de sus virtudes viperinas, fue sorprendido por unos cuantos soldados; les resistió desesperadamente; y cuando cayó al suelo con la pierna herida por una bala, mató al soldado que corría a prenderle.

Cuando le llevaron a la cárcel ofreció denunciar a sus compañeros si le prometían no ahorcarle. Se aceptó la oferta y se le envió con bastante fuerza a buscar a sus compañeros; y era tal el terror que le tenían, que todos se rindieron, pero de ningún modo a él, y fueron perdonados. El Veneno fue después encausado por todos sus crímenes anteriores, juzgado y condenado, sin que le valiera de nada alegar que había hecho indirectamente lo que prometió para que le dejaran vivo; pues tales juicios son en España una pura fórmula para dar un aire de legalidad a una sentencia de antemano pronunciada. Las autoridades se mostraron conformes con la condena.

Kept the word of promisc to the ear

But broke it to the hope(1).

Y como El Veneno no tenía ni amigos ni dinero, con lo que Ginés de Pasamonte untó la mano de la justicia y salió libre, la sentencia tuvo naturalmente que cumplirse. Los tribunales de justicia y la cárcel de Sevilla están situados cerca de la plaza de San Francisco, que ha sido siempre el sitio de las ejecuciones públicas. El día anterior al que debía verificarse, nada indicaba lo que había de ocurrir allí a la mañana siguiente; todo lo relativo a estas lúgubres ceremonias es visto con repugnancia por los españoles, y no precisamente por el horror abstracto al derramamiento de sangre, que en otras naciones induce a las gentes de humilde condición a aborrecer a los ejecutores de la justicia, como las tribus aladas pequeñas aborrecen a las aves de rapiña, sino más bien por un antiguo prejuicio oriental de contaminación, y porque todos los empleados en estos menesteres se les considera como infames, y pierden su casta y limpieza de sangre. El patíbulo se levanta siempre por la noche, silenciosa y ocultamente, y al día siguiente aparece tétrico y aislado para afrentar al sol y entristecer el despertar de Sevilla. Cuando el reo es noble, la plataforma, que de ordinario es de tabla, se cubre con bayeta negra. La operación de ahorcar en un pueblo tan poco mecánico y con ninguna patente de invención especial para el caso, se solía hacer de una manera grosera y cruel. Los miserables culpables eran arrastrados por la escalera del patíbulo, por el verdugo, el cual se montaba sobre sus hombros y se lanzaba al espacio con sus víctimas, y mientras los dos se balanceaban en el aire, se ocupaba aquél, con dedos de araña, en manosear el cuello de los desdichados, hasta que le parecía que estaban bien muertos, y después, deslizándose por los cuerpos, se dejaba caer al suelo. La horca fue graciosamente abolida por Fernando VII, El Deseado; este padre de su pueblo decretó que en lo sucesivo los que se hicieran acreedores a la pena de muerte fueran ejecutados por el garrote, modo de hacer pasar a un mundo mejor a aquellos de sus súbditos que lo mereciesen, que está más en consonancia con el dogal de los orientales.

 

(1) Cumplieron su promesa en las palabras, pero faltaron a lo que de ellos le esperaba

 

en capilla

El Veneno fue puesto en capilla, como es costumbre, el día antes de su ejecución, lugar y momento en que se le procuran al reo todos los últimos consuelos de la religión. La capilla era una habitación reducida de la cárcel, y de un aspecto por todo extremo melancólico en aquella mansión del dolor, que tal es una cárcel en España, hoy lo mismo que cuando la describiera Cervantes, que la conocía por triste experiencia. Una verja de hierro partía el corredor que llevaba a la capilla. El paso estaba cubierto con individuos de una caritativa hermandad que se dedica a asistir a los ajusticiados y que pedían limosna a todos los presentes para aplicar luego misas en sufragio del alma del criminal. Allí había grupos de oficiales y de rollizos padres franciscanos que fumaban y charlaban, y, de tiempo en tiempo, lanzaban ansiosas miradas a la suma recolectada que había de beneficiar a sus cuerpos tanto como al alma del condenado. La frivolidad de aquellas gentes formaba un gran contraste con la melancolía del interior. Una pequeña puerta se abría en la capilla, sobre la cual se podían escribir las palabras de Dante:

Lasciate ogni speranza, voi ch'entrate!

En este recinto había una mesa con un crucifijo, una imagen de la Virgen y dos velas de cera. Junto a ella hacía centinela un soldado, con un sable desenvainado, y otro guardaba la puerta con su fusil al brazo. En un rincón de esta habitación obscura había un jergón, donde El Veneno estaba echado, encogido como una serpiente y cubierto hasta la boca con una manta a rayas, que no dejaba al descubierto más que su encrespada cabellera y sus ojos chispeantes, que se movían sin cesar en sus órbitas. Cuando se acercaron a él, se levantó de un salto y se sentó en una silla. Estaba casi desnudo; un rosario de cuentas le colgaba sobre su descubierto pecho y contrastaba con las cadenas que oprimían sus miembros. La superstición le puso sus grillos al nacer, y al morir le ponía sus esposas la ley. La expresión de su rostro, aun cuando baja y vulgar, era de las que, una vez vistas, difícilmente se olvidan: una mirada cabizbaja de criminal empedernido; su cetrino color parecía más cadavérico aún con la media luz, y la barba negra sin afeitar, creciendo vigorosamente sobre la cadavérica faz, le hacía más imponente. Se mostraba conforme con su suerte y repetía como una máquina algunas frases que le decían los frailes. Su situación, probablemente, era más triste para el espectador que para él mismo, pues en él había cierta indiferencia ante la muerte, nacida más bien de ignorancia de su terrible significación que de un alto valor moral; era una especie de Bernardino de Shakespeare, «un hombre que recibe la muerte con la misma frialdad que un profundo sueño, sin cuidado, sin preocupación, sin temor a lo pasado, a lo presente ni a lo porvenir, insensible a la mortalidad e irremediablemente mortal».

A la mañana siguiente la triple fila de los viejos balcones, azoteas y todo el área de la mora y pintoresca plaza estaban ocupados por gente de la clase baja; los hombres, arrebujados en sus capas, era una mañana de diciembre, las mujeres, con sus mantillas, muchas con niños en brazos, que llevaban a que en los comienzos de su vida presenciaran el fin de ella. Las clases altas no sólo no asisten a las ejecuciones, sino que evitan toda alusión a ellas, pues las consideran como una prueba de barbarie; pero los humildes, para quienes las conveniencias sociales tienen poca importancia, no pierden la ocasión de satisfacer su curiosidad malsana contemplando estas escenas de terror, que indudablemente tienen una influencia especial en las mujeres, pues se sienten impelidas de modo irresistible a ser testigos de escenas repugnantes y de sufrimientos que no soportarían por nada del mundo. Ellas, como los niños, tienen gran afición a lo espeluznante, lo mismo en la realidad que en la ficción. Para los hombres era como una tragedia que acaba con la muerte, muerte que llama la atención de todos, que antes o después han de seguir el mismo camino. (2) Ellos desean ver cómo se porta el criminal, simpatizan con él si se muestra sereno y animoso y le desprecian al menor síntoma de debilidad.

(2) «Chacun fuit a le voir maître, chacun court à le voir mourir!» MONTAIGNE.

 

 

el patíbulo

Alrededor del patíbulo se abrió un cuadro con filas de soldados formados, en el que se permitía la entrada a los oficiales y a los religiosos. Conforme se iba aproximando la hora fatal, la multitud empezaba a dar muestras de impaciencia, quejándose de lo lentamente que el tiempo pasaba; este tiempo que para ellos no tenía importancia alguna y que tan precioso era para el desgraciado cuyos momentos estaban contados.

Cuando al fin el reloj de la catedral dio la fatal hora, la multitud, en un general movimiento de expectación se alzó de puntillas, y todos se empujaban unos a otros para colocarse mejor. Aun transcurrieron diez minutos, pues el reloj de la cárcel iba atrasado de intento, con objeto de que, dado el caso de que se concediese indulto al reo, pudiese llegar a tiempo. Por fin, también sonó este reloj y todas las miradas se dirigieron a la puerta de la cárcel, por donde salió el reo acompañado de algunos franciscanos, pues había elegido los de esta orden para que le auxiliasen en sus últimos momentos, privilegio que se concede siempre al criminal. Iba éste cubierto con una hopalanda de bayeta amarilla, color que indica el crimen o el asesinato, y es siempre con el que se representa a Judas Iscariote en las pinturas españolas. Marchaba penosamente en su último viaje, medio sostenido por los que le rodeaban y deteniéndose muchas veces para besar el crucifijo, que un fraile sostenía, aunque más bien, para prolongar la existencia, ¡amada vidal! siquiera fuese un momento. Cuando al fin tuvo que llegar al patíbulo se arrodilló en los escalones, umbral de la muerte; los reverendos que le auxiliaban le taparon con sus mantos, y su última confesión fue oída en lo invisible. Después subió a la plataforma acompañado por un solo fraile, se dirigió a la multitud con desfallecido aliento y palabras entrecortadas, y le dijo que moría arrepentido, que merecía el castigo que se le imponía y que perdonaba al verdugo. «Mi delito me mata y no ese hombre». «Ese hombre» es una expresión despreciativa, casi un insulto: el sentimiento dominante del español se mostraba a la hora de la muerte contra el degradado funcionario.

 

final del Veneno

Después, el criminal exclamó: «¡Viva la fe!» «¡Viva la religión!» «¡Viva el rey!» «¡Viva el nombre de Jesús!», gritos a los que no contestó ninguno de los que lo oían. En el momento de la muerte gritó: «¡Viva la Virgen Santísima!», y, entonces, de todas las bocas salió la misma exclamación. ¡Tan profunda es la devoción a la Virgen y tan tibia su relativa indiferencia hacia su rey, su fe y su Salvador! Mientras tanto el verdugo, un hombre joven vestido de negro, se ocupaba en los detalles de la fúnebre operación.

El fatal instrumento es muy poco complicado: el reo se sienta en un banquillo, con la espalda apoyada en un poste alto y fuerte, al cual se sujeta una especie de collar de hierro, que le rodea el cuello y está dispuesto de modo que se junte con el poste al apretar un potente tornillo. El verdugo ató tan fuerte los desnudos brazos y piernas del Veneno, que se le hincharon y pusieron negros, precaución que no está de más, pues el padre de este funcionario fue muerto por un criminal en el momento de la ejecución. El fraile que asistía al Veneno era un hombre corpulento y finchado, que se ocupaba más de quitarse el sol de la cara que de su misión espiritual. El bandido se sentó con un retorcimiento de agonía y castañeteando los dientes. Cuando todo estuvo dispuesto, el verdugo tomó con ambas manos la palanca del tornillo, reunió todas sus fuerzas para un vigoroso esfuerzo muscular, y, a una señal convenida, apretó el férreo collar, en tanto que el ayudante cubría con un negro pañuelo la cara del ajusticiado; un crispamiento de sus manos y una palpitación de su pecho fueron los únicos signos visible del tránsito del alma del ladrón. Después de una pausa de algunos momentos, el verdugo miró cautelosamente por debajo del pañuelo, y después de dar otra vuelta a la palanca, se lo quitó, lo dobló, se lo metió en el bolsillo y se dispuso a encender un cigarro.

with that air of satisfaction

Which good men wear who've done a virtuous action.(3)

La cara del muerto estaba ligeramente crispada, la boca abierta, los ojos desencajados y vueltos. Al pie del cadalso colocaron un féretro negro, con dos faroles colgados de unos palos y un crucifijo; y también una mesa pequeña y una bandeja, en la que se seguían depositando limosnas para pagar a los curas que dijesen misas por su alma. El populacho, después de haber discutido sobre los crímenes del muerto y haber criticado a las autoridades, a los jueces y al verdugo, por su manera de ejecutar (era la primera vez que lo hacía), se fue dispersando poco a poco, con gran contento de los plateros de la vecindad, que empezaron a atreverse a abrir los escaparates, porque hasta aquel momento habían confiado más en las barras y los cerrojos que en el ejemplo que las gentes estaban presenciando.

 

(3) Con el aire de satisfacción, que es propio del hombre que ha hecho una buena acción.

 

la mesa del rey

El cadáver permaneció en el patíbulo hasta la caída de la tarde, hora en que, metido en un carro de la basura, fue conducido por el pregonero fuera de la jurisdicción de la ciudad, a una explanada llamada «La mesa del Rey», donde los cuerpos de los ajusticiados son descuartizados, «buen plato para la mesa del Rey». Allí el verdugo y sus secuaces tajaron y picaron al difunto con ese inimitable desprecio de la anatomía, por el que tanto ellos como los cirujanos españoles son igualmente famosos:

«Le gambe di lui gettaron in una fossa;

Il Diavol ebbe l'alma i lupí l'olsa»(4).

 

(4) Las piernas del bandido echaron a una fosa. El alma fue para el diablo, los huesos para los lobos.