Cosas de España

El país de lo imprevisto

Richard Ford (1830-1833) Grabados: Gustavo Doré

 

mejoras recientes

Desde la muerte de Fernando VII se han realizado muchas mejoras en algunas fondas. En los cambios y vueltas de las revoluciones, todos los partidos han intervenido y gobernado, matando o desterrando a sus contrarios. Realistas, liberales, patriotas, moderados, etc., cada uno en su época, han sido expatriados; y como la rueda de la fortuna y la de la política no se cansan de dar vueltas, gran parte de ellos han regresado a su querida España después de un amargo destierro en Inglaterra o Francia. Muchos de estos viajeros fueron expatriados para el bien público, pues pudieron averiguar que, allende el mar y allende el Pirineo, muchas cosas estaban bastante mejor arregladas que en su país. De tiempo en tiempo empezaron a sospechar, aun cuando nunca lo confesaran delante de un extranjero, que España no era enteramente la más rica, la más inteligente, la más fuerte y la primera de todas las naciones, sino que podía tomar algún que otro ejemplo en ciertas fruslerías, entre las que quizá podían incluirse las referentes a alojamientos de hombres y animales.

Además, con las facilidades de vapores, coches y diligencias acuden más extranjeros, y se hace necesario el aumento de posadas y el servicio de las mismas. A cada instante se nota el fermento de la levadura extranjera, y si el mosto nacional no se hubiera mezclado con aguardiente francés, seguramente podría aún producirse algo bueno.

En los puertos y en las grandes ciudades situadas en el camino de Madrid, toda la civilización, en lo concerniente a café y cocina, viene de la belle France. Ha desaparecido el oscurantismo monástico y el reinado de los conventos, para dar paso al de la cocina, y al contemplar los espaciosos ámbitos de los monasterios abandonados, no se puede menos de pensar en «los establecimientos de primera línea», donde seguramente se paga más y se reza menos. Hace poco han llegado noticias de Málaga por las que nos enteramos de que se están construyendo algunos hoteles ultracivilizados que han de ser regidos por ingleses, quienes, al parecer, son tan necesarios para reglamentar estas novedades en el continente, como para construir ferrocarriles y vapores. Los cuartos estarán empapelados, los suelos de ladrillo se substituirán por entarimado, con alfombras por encima; se colocarán chimeneas, se pondrán campanillas y otros detalles que seguramente parecerán increíbles a los que recuerden a la España de antes. Tocarán esas campanas a muerto por lo nacional, y mucho nos equivocaremos si el viejo y ceñido Cid no contesta en persona a la primera que se toque en Burgos, atravesando al innovador con su tizona. Aun hay más, para que lo maravilloso no acabe: han llegado rumores al extranjero de que se intenta hacer gabinetes solitarios y excusados donde por mágico mecanismo el agua corre en torrentes, pero éste, como otros muchos rumores, vía Madrid-París, necesita confirmación. Seguramente el espíritu de la Santa Inquisición, que aun se cierne sobre la ortodoxa España, rechazará todas estas herejías inglesas, miradas con horror incluso por la librepensadora Francia.

 

falta de provisiones

El alojamiento genuinamente español es la posada, que seguramente quiere decir casa de reposo para después de las fatigas de una jornada. Hablando en puridad, el posadero sólo está obligado a dar alojamiento, sal y medios para guisar lo que el viajero lleve consigo o compre, y, en este sentido, difiere de la fonda, en donde procuran comida y bebida.

La posada sólo puede compararse con su modelo el Khan de oriente, pero en modo alguno con las hospederías europeas. Si los viajeros, y especialmente los ingleses, se hicieran cargo de esto se ahorrarían mucho tiempo, mucho trabajo y muchos desengaños, y no se expondrían a perder la paciencia y a tener un disgusto. Ningún español se molesta por no encontrar comodidades ni por que no se ocupen de él. Y, a pesar de que en otras ocasiones, a la menor afrenta personal, su sangre arde sin necesidad de fuego, toma estas cosas fríamente, como rara vez lo hace el extranjero. Al igual de los orientales, no espera encontrar nada, y, por lo tanto, nunca es una sorpresa para él el tenerse que conformar con lo que lleve consigo. Reserva su estupefacción para cuando encuentra algo preparado, lo cual considera una bendición de Dios.

Como la mayoría de los viajeros llevan provisiones, la incertidumbre de la demanda hace que los posaderos se abstengan de llenar su despensa de géneros que se estropean con facilidad; además, antiguamente, por privilegios locales completamente absurdos, les estaba prohibido vender a los viajeros cosas de comer y beber, pues los señores o propietarios de las ciudades o pueblos tenían tiendas en las que ejercían el monopolio de tales artículos. Todos estos inconvenientes son mayores en el papel que en la práctica, porque donde quiera que las leyes están en completa oposición con el sentido común y con el beneficio público, prácticamente se neutralizan, eludiendo el cumplirlos, cosa que se consigue sin gran dificultad. Por lo tanto, si el posadero no tiene nada en casa precisamente, sabe dónde puede encontrarlo. Se debe pagar una cantidad diaria por alojamiento, servicio y preparación de alimentos: esto se llama el ruido de la casa, pareja del antiguo incommodo della casa italiana, y es una indemnización al patrón por las molestias que se le puedan ocasionar con el ruido, y no puede haberse elegido palabra más propia para expresar el espantoso estrépito de mulas, arrieros, cánticos, bailes y risas, el polvo y la marimorena que arman los hombres y los animales españoles. El viajero inglés, que, probablemente, será quien haya pagado más por el ruido, es por lo general la persona más tranquila de la casa y tendría derecho a reclamar una indemnización por las injurias hechas a sus órganos acústicos si siguiera el sistema del soldado turco, que obliga a su anfitrión a pagarle una cantidad para compensarle del daño que sufrieron sus muelas al masticar manjares ordinarios.

 

 

el parador

Parejo de la posada es el parador, palabra derivada probablemente del árabe waradah, «lugar donde hacer alto». Son grandes caserones, donde se acomodan los carros, coches y bestias de carga, y suelen estar situados en las afueras de las ciudades con objeto de evitar las molestias de las puertas, donde hay que pagar un impuesto municipal por todo artículo de consumo.

Este impuesto es la antigua sisa, palabra derivada del hebreo sisah, tomar la sexta parte, y hoy se llama el derecho de puertas, y es y ha sido siempre tan impopular como el octroi semejante de Francia. Demás de ello, como suele estar arrendado, es exigido, con gran severidad y descortesía, a las clases populares, contribuyendo, como otros muchos detalles del equivocado sistema político y económico de España, a que cunda el descontento y la mala voluntad hacia las autoridades que con tales trabas crean dificultades al comercio y a los viajeros. Los empleados no son, por lo común, muy exigentes ni groseros con las clases elevadas, y si el extranjero se dirige a ellos cortésmente y les dice que es un caballero inglés, el cerbero oficial abre la puerta y le deja pasar sin molestarle, y más aún si le tranquiliza con el don virgiliano de una propina.

Las leyes en España son severas en el papel, pero los que las administran, si se ventila el propio interés, noventa y nueve veces entre ciento, las eluden o tergiversan: se obedece pero no se cumple. Las clases inferiores de empleados están tan mal pagadas, que se ven impelidas a buscar un suplemento de ingresos aceptando propinas y regalos que, como el backskisk en oriente, se pueden ofrecer siempre y ser aceptados como un cumplimiento. La idea del soborno se rechaza como ofensa a la dignidad o al pundonor, pero si se da una cantidad a un empleado superior, para que la gente a sus órdenes tome una copa, la delicada atención es embolsada por el jefe, debidamente apreciada y produce el debido efecto.

 

el mesonero

Otro término casi equivalente a la posada es el mesón, que se puede aplicar más propiamente a las hosterías de las ciudades pequeñas y los pueblos que a los alojamientos de los grandes. El mesonero, lo mismo que la ventera, tienen en España mala reputación, y siempre será conveniente, al tratar con ellos, estipular de antemano el precio. El proverbio dice: Por un ladrón pierden ciento en el mesón y Ventera hermosa, mal para la bolsa. Entre los mesoneros es donde se pueden encontrar los ladrones verdaderos y más peligrosos de España, pues no suelen pensar en otra cosa que en el medio de que la cuenta suba más. Bien es verdad que si no fuera por la ganancia, no habría muchos que quisieran ser mesoneros, pues en España es uno de los oficios que están mal mirados, por las ideas indias de casta, respeto de sí mismo, limpieza de sangre, etc., etc., que aun existen. El hospedar extranjeros por ganancia está en contra de las sagradas leyes de hospitalidad orientales. Ningún español, si puede, se rebaja a este oficio, y casi todas las fondas de las ciudades están dirigidas por franceses, italianos, catalanes, vizcaínos, que todos son extranjeros para los castellanos, y, por tanto, mal mirados. Por esto vemos que el ventero de Don Quijote asegura que es cristiano, aunque ventero, más aún cristiano viejo y rancio, que es el término usado comúnmente para distinguir a los de cepa de los judíos y moros renegados que por no abandonar España se convirtieron.

 name=El parador, mesón, posada o venta, llámese como se quiera, es el romano stabulum, cuya primitiva aplicación era alojar el ganado, y sólo en segundo término se acomodaban en él los viajeros, que es precisamente lo que sucede hoy en España. Los animales están perfectamente acondicionados: frescos y cómodos establos, amplios pesebres, pienso y agua abundantes, en una palabra, todas las comodidades necesarias para el ganado se pueden encontrar; pero las personas, ya es otra cosa. Puede decirse que les ocurre todo lo contrario y que, si necesitan algo, lo deben llevar de fuera. Solamente se les dedica una pequeña parte del edificio, y para eso ha de colocarse abajo entre los brutos, o arriba en el desván, entre los sacos de pienso. En cambio, si le preguntan al hostelero: ¿qué hay?, le contestará que hay de todo, como un bribón de ventero respondía a Sancho Panza que en su despensa estaban todos los pájaros del aire, todos los animales de la tierra y todos los peces del mar, fanfarronería muy española, y que suele reducirse a tener que comer lo que uno lleva de repuesto. Donde sucede esto con más frecuencia es en las ventas situadas en las carreteras y en lugares poco frecuentados, los cuales, aun cuando con la despensa vacía, están llenas hasta el borde del espíritu de Don Quijote, y las cosas que en ellas suceden son tan extrañas e inesperadas, que cuesta trabajo hacerse cargo, y que no parece que se vive en el mundo actual, sino que se está soñando.

El artista y observador olvidará muchas veces que no ha comido al hallar tanto pasto espiritual, pero, en cambio, el español que le acompañe, si es de clase distinguida, no verá nada de esta belleza, y se avergonzará de lo que él se encante y renegará, y quizá con razón, de la triste falta de civilización, y de los manteles sucios, y de la mala comida. De todos modos, mientras el uno está soñando con los godos y con los árabes, viviendo dos mil siglos atrás, él está pensando en Mivart; y mientras aquél cita a Marcial, él y el ventero piensan que está rematadamente loco y que no dice mas que tonterías; es más: muchas veces, un caballero español, no pudiendo imaginar que esas cosas sean objeto de admiración, cree que se burlan de él en sus barbas si alguien se muestra satisfecho de las cosas que él considera como una vergüenza, y que se está juzgando a un país como romano o africano, en una palabra, como no europeo, que es lo que más le molesta.