Se nos imita, pues, aunque se nos ridiculiza. Nuestras modas, por ejemplo, han penetrado en España lo mismo que en otros países. Bajo la capa española, se lleva nuestra indumentaria. Sólo las mujeres del pueblo usan ya la mantilla a todas horas. Las demás la utilizan para ocultar el desorden de su tocado cuando salen a pie. En todo el resto de su indumentaria, de pies a cabeza, se somete al cetro de la moda francesa. Los fabricantes españoles se ingenian para servir el gusto más extendido y Las principales ciudades y la misma corte lo reconocen tácitamente al recurrir a París y Lyon como a los verdaderos centros de donde emana la moda. En esto, como en muchas otras cosas, los españoles que afectan «buen tono» hacen justicia a la superioridad de algunas naciones extranjeras y toman de ellas lecciones de elegancia en más de un aspecto. En sus casas se sirve la mesa a la francesa; tienen cocineros y ayudas de cámara franceses; nuestras modistas se ocupan de vestir a sus mujeres, creando una escuela de buen gusto para las jóvenes españolas, que esperan poder reemplazar pronto a sus maestras. Los carruajes algunos años se fabrican en Madrid y en otras grandes ciudades. El lujo de los tiros de caballos ha hecho también en poco tiempo rápidos progresos entre los españoles, quienes nada descuidan con tal de atraer a España a nuestros artesanos, fabricantes y artistas.
Estos homenajes no se limitan a los objetos frívolos, sino que se extienden a casi todos los aspectos de la literatura francesa e inglesa. Los españoles traducen la mayor parte de los libros de estas dos naciones; obras de moral, de arte, de historia, novelas inclusive, y sobre todo, muchos libros piadosos; en una palabra, todo aquello que la ortodoxia no repruebe. Lo único quizá que no tiene mérito para ellos son las obras poéticas francesas. La imaginación española, audaz hasta la extravagancia, encuentra frías y tímidas nuestras producciones. Acostumbrados a la exageración y a la redundancia, no pueden apreciar el mérito de la exactitud y de la precisión.
Los finos matices de la literatura francesa escapan a su mirada, estragada por la contemplación de groseras
caricaturas, y por lo que se refiere a la forma, su oído, acariciado por la brillante prosodia de sus frases
cadenciosas, no puede encontrar agradables nuestras palabras sordas, que hablan más bien al alma que a los
sentidos, y no pueden apreciar la pulidez de nuestros elegantes períodos.