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Cuando llegué a Cádiz, en 1785, O'Reilly gobernaba o, mejor dicho, reinaba en la ciudad, y hay que hay que reconocer que bajo su gobierno la ciudad progresaba en casi todas las manifestaciones. O'Reilly la hermoseó, la agrandó, pero no disminuyó sus riesgos. Los asesinatos eran aún muy frecuentes en aquella época y casi no son menos ahora. Por su vigilante iniciativa sustituyeron a los chamizos por casas bien construidas. Las calles, fueron pavimentadas, alineadas, y se las limpiaba con regularidad. Se aprovechaban los sola res para construir viviendas, hasta tal punto, que pudo incluso reprochársele haberse excedido en la economía de terreno. En más de una ocasión se aprovecharon terrenos triangulares para construir extrañas casas que, sin comodidad para los que en ellas vivían, servían sólo de estorbo a las viviendas próximas. O'Reilly se preocupaba incluso en agrandar, a expensas del mar, el recinto de Cádiz. El espacio donde se alzaba la aduana y sus cercanías era ya terreno ganado al mar antes de su gestión; pero meditaba una nueva conquista: quiso apoderarse del espacio en donde se cimentó la Alameda, paseo que bordea el mar por la parte de la bahía, cuyos árboles se resisten de semejante proximidad. Proyectaba extender el paseo elevando hasta el mismo nivel la parte de playa que penetra en el perímetro de la ciudad, y convertir también en alameda la parte exterior del nuevo recinto. Pero la realización de este milagro exigía fondos y, sobre todo, bastantes pedruscos y tierra para rellenar el inmenso vació que pretendía usurparle al mar.

Dedicóse también al ornato de las cercanías de la puerta de Tierra, cubierta antes por matorrales donde se cobijaban los malhechores. Uno de sus predecesores había construido ya en aquel sitio algunos jardines y casas de campo. A raíz de la disputa relativa a las islas Falkland, el pusilánime gobernador que regia entonces la plaza temió verla amenazada, supuso al enemigo atrincherado cerca de sus puertas, tras esas débiles construcciones, y para evitarlo mandó que las destruyeran. Siendo gobernador el conde de Xerena, predecesor de O'Reilly, se pensó en restablecerlas; pero sólo alcanzaron cierta perfección bajo los auspicios de este último, quien extendió el cultivo del istmo hasta el borde de la carretera que va de Cádiz a la Isla de León, y creó un jardín todo agradable que permitía lo arenoso del terreno, cercándolo con una verja enrejada. Este ejemplo fue imitado por los la orilla del camino estaba así cercada, uniformidad que lo hacía parecer todo del mismo dueño. Estos cultivos se resentían, sin embargo, de la proximidad del mar, lo caluroso del clima y la naturaleza del terreno, cuyas arenas sólo pudieron ser cubiertas de tierra vegetal hasta cierta altura, pero no por el era menos agradable coger flores y frutos en un terreno que tantas circunstancias parecían haber condenado a la esterilidad. En el jardín del gobernador y en el del consejero Mora, que también lo cultivaba cuidadosamente, crecían todas las producciones de Andalucía: parras, moreras, olivos, que hacían olvidar la clase del suelo y el elemento que por todas partes lo rodeaba. Con el tiempo, estos alrededores de la puerta de Tierra tenían que formar una especie de barriada; y a un cuarto de legua de la ciudad ya se había edificado una iglesia para las personas allí establecidas.

Pero estas mejoras no han prevalecido al terminar el gobierno de su autor. La arena ha reivindicado su dominio sobre un terreno que pretendía arrebatársele y apenas se reconocen las huelles de s jardines de O'Reilly y de Mora. En cambio, nada hace tanto honor a la inteligencia y a la bondad de O'Reilly como el Hospicio, que le debía si no su fundación, al menos la admirable organización que tenía en 1785. Allí se atendía piadosamente a toda clase de personas que por cualquier motivo necesitan los cuidados o la vigilancia de la Administración Pública: ancianos de ambos sexos, enfermos incurables, vagabundos, mujeres de vida airada, cos y niños de ambos sexos a los que sus padres no podían mantener. Cada uno de estos grupos estaba cocado en habitaciones amplias y bien ventiladas; se les daba sustento y ocupaciones proporcionadas a su edad y estado. Las familias pobres encontraban allí asilo, sin que el número de sus componentes disminuyese la acción bienhechora de la Administración. Sin embargo, para impedir abusos, cada comisario de barriada tenía que presentar todas las semanas al comandante militar un estadillo de todos los sujetos de ambos sexos del barrio que tuviesen derecho a la caridad pública. El comandante examinaba el estado e indicaba al margen sus decisiones. En 1785, de diecisiete barrios que forman Cádiz había catorce en que no era posible encontrar ni una persona que careciese de medios para ganarse la vida o de ayuda que se la hiciera soportable, y antes de caer O'Reilly en desgracia este beneficio alcanzó a toda la ciudad.

El orden que reinaba en el establecimiento era debido, sobre todo, a la continua vigilancia del general O'Reilly, perfectamente secundado por varios ciudadanos ilustres que, impulsados unos por un puro sentimiento de humanidad y otros por el deseo de complacerle, se repartieron la dirección de las diversas secciones del benéfico centro. Su presencia sólo parecía inspirar respeto y confianza. Llevaban consigo la esperanza, la alegría y la serenidad. Los únicos que estaban reducidos eran los locos y las mujeres de mala vida. Los demás podían salir, en grupo, a ciertas horas. Sólo la decrepitud o la invalidez absoluta eximían del trabajo. Empleábanse los brazos disponibles en cardar, hilar y tejer el algodón que se recibía de las colonias americanas. En septiembre de 1785 había ya más telares aparejados que manos para hacerlos funcionar, y las telas fabricadas sobrantes después de atender al consumo interior se vendían para aumentar los fondos del establecimiento. A los que existían antes de que O'Reilly se encargase del centro había añadido el producto de algunos terrenos que pertenecían a la ciudad.

Además, la caridad de los ciudadanos  aumentaba con numerosos donativos. Al desaparecer O'Reilly, este admirable establecimiento ha decaído un poco, y en adelante reaparecieron en las calles algunos mendigos.

Era difícil que tuviese sucesores tan diligentes como él y que se interesasen de tal manera por la prosperidad de su obra. O'Reilly tenía un talento especial para hacer que todas las circunstancias y todas las pasiones contribuyesen a la realización de sus propósitos. Se temía su despotismo. La expresión de uno de sus deseos equivalía a una orden, y obligaba con maneras insinuantes a los gaditanos menos afectos a su persona a consagrar su tiempo, sus coches y cabalgaduras a obras cuyo pretexto era el bien público y que sólo eran a veces fruto del capricho personal. Cádiz le debe también la reparación del camino que conduce a la Isla de León. La encargó a un ingeniero de caminos francés, llamado Bournial, a quien hizo venir de Francia para darle empleo en su Escuela militar de El Puerto de Santa María. Este camino, de un cuarto de legua de anchura al salir de Cádiz, se estrecha de tal modo a una legua de allí que en la marea alta el mar azota por ambos lados la base de la calzada por que se camina y que parece un audaz rompeolas construido por los hombres sobre los abismos oceánicos. Bournial ha elevado esta carretera, la ha fortalecido, adquiriendo con el derecho a la gratitud de los gaditanos.

O'Reilly quiso emplear en un trabajo más importante o, al menos, de mayores proporciones. Sabido es que Cádiz carece por completo de manantiales de agua potable. Se suple este defecto, muy imperfectamente, mediante pozos de aguas malsanas y salobres a los que van a parar las de lluvia que caen en los patios interiores de las casas. El resto de estas aguas se recoge en las azoteas. Todas las casas de Cádiz tienen azotea, que sus habitantes utilizan como recreo y observatorio, pues gustan de contemplar el tránsito ciudadano. Desde las azoteas las aguas de lluvia pasan por unos tubos a la cisterna que ocupa la parte interior, no edificada, de la casa; de la cisterna van a parar a otro pozo situado en uno de los rincones del patio. La identidad de las necesidades que las circunstancias originan hace reinar en esta ciudad una perfecta uniformidad en la forma y distribución de casi todos los edificios.

Estos son, pues, los únicos recursos con que cuentan los habitantes de Cádiz para procurarse el agua que requieren los usos domésticos. Para calmar su sed tienen que recibirla de las fuentes de El Puerto de Santa María, que, en tiempos de sequía, no cubren sus necesidades, aunque pagan un término medio de noventa y seis mil piastras por la precaria ayuda que reciben, verdadero inconveniente para una ciudad tan populosa y un puerto de donde salen juntos barcos mercantes y de guerra. Para remediar esto, O'Reilly pensó llevar agua dulce a Cádiz desde las alturas de Medina Sidonia, a once leguas de allí. Ya había calculado con el ingeniero Bournial que el canal proyectado sólo costara dos millones de piastras. En agosto de 1785 había recogido mediante suscripción más de la mitad de esta suma. Bournial había estudiado las condiciones del terreno y trazado todos los planos; había descubierto huellas de un antiguo canal excavado por los romanos con el mismo objeto y cuyo cauce serviría en gran parte para el nuevo. Este brillante proyecto tuvo en su tiempo muchos detractores. A pesar de todo, se inició su construcción, pero no ha pasado de media legua. La desgracia de O'Reilly le puso fin, y los habitantes de Cádiz siguen estando reducidos a servirse de agua que les llevan desde El Puerto de Santa María.

Otro proyecto no menos grandioso, y aun más útil, ha alcanzado últimamente perfecta realización. Me refiero a la obra destinada a proteger de los furores del mar la parte del recinto de Cádiz que va del fuerte San Sebastián hasta el Matadero. Se dice que ha costado catorce millones de piastras; pero no hay dinero mejor gastado si se piensa en las benéficas consecuencias de esta obra, realizada en tres años, a pesar de que sólo se trabajaba durante la marea baja y de mayo a septiembre.

La bahía de Cádiz es tan amplia, que tiene sitio marcado para las diversas embarcaciones, según su procedencia. Enfrente, pero a cierta distancia de la ciudad, anclan los navíos que vienen de puertos europeos. Más al este, en el canal del Trocadero, anclan y son desarmados los que hacen el comercio de las Indias. Al fondo de este canal está situada la linda población de Puerto Real y en sus orillas los almacenes, arsenales y astilleros de la marina mercante. La entrada del Trocadero está defendida por dos fuertes: el Matagordo, en el continente, y el fuerte Luis, edificado por Dugnay Trouin sobre un islote que emerge en la marea baja. Los fuegos de estos dos fuertes se cruzan con el de fuerte Puntales, en la costa opuesta, de manera que todo barco tiene que exponerse al fuego de estas baterías para pasar de la bahía grande a la del Puntal, en cuyo fondo están anclados, cerca de sus almacenes, los navíos desarbolados de la Marina real.

El vasto emplazamiento que ocupan estos almacenes y que el mar disputa a la tierra está bañado al oeste por el río Sancti-Petri y es conocido por la Carraca. La corte española impide rigurosamente la entrada en el mismo a todos los extraños. El comandante de Marina responde a los visitantes que no puede satisfacer su curiosidad sin orden expresa del rey. Sin embargo, hay manera de pasar. Se va a la Isla de León, ciudad casi completamente nueva, cuya construcción se remonta a mediados de este siglo y que en tan poco tiempo ha crecido prodigiosamente. En 1790 cumplieron el precepto pascual 40.000 personas, base bastante segura en España para calcular la población de una ciudad. Su calle principal tiene más de un cuarto de legua y presenta muy buen aspecto, aunque sus casas, uniformemente decoradas, están recargadas de adornos de mal gusto. La Isla de León ofrece aspecto de limpieza y bienestar, al que contribuyen su mercado, bien provisto, y una plaza espaciosa. El Colegio de guardiamarinas ha sido trasladado de Cádiz a la Isla de León en espera de que se acabe el edificio que se construye en la nueva población de San Carlos, cerca de la Carraca, donde se reunirá todo lo relativo a un establecimiento completo de marina de guerra.

La Isla de León está separada de la Carraca por un ensanchamiento de la superficie del agua, que forma como un estanque de 900 pies por 600, del que arrancan dos canales: uno hacia la Carraca y otro hacia el mar. Desde la Isla de León hay un cuarto de legua escaso hasta el brazo de mar que es necesario trasponer para ir a la Carraca, donde se penetra sin gran trabajo con tal de contar con algún mentor privilegiado,  que nos permite pasar revista a cuanto encierran sus arsenales. Es de admirar sobre todo el alojamiento que se da a los galeotes, y la cordelería, que tiene 600 pies de largo y no parece inferior a la de Brest. los que han comparado las maromas y cables de los principales departamentos marítimos de Europa aseguran que a este respecto la Marina española no queda a la zaga de ninguna y que incluso sus cordajes están mejor trabajados y son más duraderos, porque al peinar el cáñamo se le quitan todas las barbas de inferior calidad, que se emplean para calafatear los navíos, de   que resulta una doble ventaja: cordajes más sólidos y mejor calafateo. No hace mucho tiempo que los españoles recibían del norte casi todo el cáñamo, pero pronto les bastará su producción. El reino de Granada les proporciona desde hace varios años casi todo el cáñamo que necesitan para su consumo; también se cultiva en Aragón y Navarra.

Los almacenes contienen enorme provisión de planchas de cobre, que provienen casi todas de Suecia o de Trieste.

Los españoles no saben refinar y preparar bastante bien el cobre para emplear el de Méjico en revestir sus barcos, método que comenzaron a adoptar al principio de la guerra de América. Muy recientemente la corte ha establecido en El Perrol un laminador que acaso no haya empezado aún a funcionar. Causará tal vez asombro que tan útil industria no fuese antes adoptada en un país que tiene bastante marina, fábricas de todas clases y, aunque no con mucho desarrollo, todas las artesanías. Pero en España la lentitud es proverbial, y las más acertadas innovaciones, débilmente protegidas casi siempre, encuentran a menudo la terca oposición del prejuicio y la acritud de la envidia; el mismo Gobierno ve limitado su poder por las pasiones de quienes usurpan su con fianza y la traicionan.

A pesar de tales obstáculos, los tiempos modernos han sido testigos de brillantes éxitos, logrados por la perseverancia de los ejecutores y la irresistible fuerza de la necesidad. Las obras de Cádiz son buena prueba de él y el mismo puerto  confirma. No hace aún veinte años no se podían construir ni reparar allí barcos de guerra, y para carenarlos había que tumbarlos sobre s pontones. El señor Valdés, subinspector de la Carraca, hizo que se adoptase el proyecto de establecer un dique y más adelante, ya ministro de Marina, se ha ocupado con éxito de su realización, que por la naturaleza del terreno rayaba en la imposibilidad. Es una especie de tierra gredosa que cede fácilmente y parece participar en la movilidad del elemento que la rodea. En la parte más elevada se empezó a cimentar en agosto de 1785 un primer dique de construcción. Los ingenieros que dirigían los trabajos no confiaban en su éxito. Su logro parecía alejarse a medida que los trabajos adelantaban, pero el ingenio y la constancia triunfaron por fin. En 1787, en lugar de un dique había dos en la Carraca para la construcción de navíos de 64 cañones. Ahora hay tres, dos de los cuales están en constante actividad.

No dejaremos en olvido que tiene Cádiz una Escuela de pilotos, una Academia de marina y un Observatorio muy bien cimentado, muy cómodo y provisto de excelente instrumental. Ha sido dirigido durante mucho tiempo por don Vicente Tofiño, recientemente fallecido, quien observó en 1769 el paso de Venus por el disco del sol.

En resumen: es difícil encontrar en ningún lugar de Europa establecimiento de Marina de guerra más completo que el de Cádiz.