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Aunque no tiene más que trece o catorce mil habitantes, es Bilbao la ciudad más importante de Vasconia; y eso que ha perdido mucha de su antigua industria. Sus tenerías, tan productivas en otro tiempo, han decaído desde que los cueros que vienen de la América española no pueden llegar directamente a Bilbao y están sujetos al pago de enormes derechos si los embarcan en otros puertos de la Península. También han cesado las moliendas económicas, Bilbao negocia con toda clase de productos. De allí sale la mayor parte de las lanas que España envía al extranjero. Allí se recibe casi todo lo que llega de otros países de Europa con irlandesas y alemanas y algunas francesas.

Pero residir en Bilbao para los extranjeros no es motivo de satisfacción. La libertad vascongada, recelosa y suspicaz, ejerce allí una especie de despotismo que destruye lo que de interesante pudiera haber para el filósofo, en aquel gobierno. El señorío sostiene con terquedad sus privilegios, ya mermados y en gran parte ilusorios contra el rey de España, y sólo con dificultad admite que disfruten de ellos las personas nacidas fuera del territorio. Si se digna recibir a algunos, los hace someterse al más enojoso formalismo, y no eran los franceses, hasta antes de la ruptura, los mejor tratados. Un extranjero, por ejemplo, no puede alquilar una casa en Bilbao por cuenta propia; se ve obligado a usar el nombre de uno de los vecinos de la ciudad; y para ser considerado como extranjero por los vizcaínos basta con no haber nacido entre ellos. Si uno de los extranjeros quiere naturalizarse en Vizcaya está obligado, aunque sea castellano, a probar su «filiación», es decir, a demostrar que sus ascendientes no eran judíos ni herejes, que no ejercieron profesiones viles; y la lista de éstas es larga a juicio de los «nobles» Vizcaínos. Con este objeto, se envía al lugar de origen del aspirante, y por cuenta de éste, a unos comisarios, cuya misión es la de hacer un examen de los documentos familiares, tomar informes y prolongar todo lo posible tan fructuoso cometido.

Claro está que hay más de una manera de eludir o por lo menos de abreviar estas formalidades, pero a poquito que ande por medio la envidia o la malevolencia, hay que aguantar todo lo que tiene de molesto y, sobre todo, de dispendioso. Conozco a más de un candidato que ha tenido que soportarlas en su extremo rigor. No en todas partes se hace pagar tan caro el derecho de ciudadanía.